Laicismo

La resolución del Tribunal de Cuentas pone de actualidad la complejidad de las relaciones Iglesia-Estado

La resolución del Tribunal de Cuentas negándose a fiscalizar la contabilidad de la Iglesia Católica pone de actualidad la complejidad de las relaciones Iglesia-Estado. Desde la transición política ésta ha sido una de las asignaturas pendientes para la que, al parecer, no se encuentra el momento de abordarla con rigor. En la Constitución del 78 se recurrió al término de estado aconfesional como fórmula de compromiso entre los partidarios de un estado claramente laico y los que pretendían una vinculación más explícita con la Iglesia Católica. Resuelto el problema formal de la definición, poco o nada se ha avanzado al respecto. El Concordato de 1953 sigue siendo el eje de estas relaciones y se siguen admitiendo como normales hirientes posiciones de privilegio de esta confesión religiosa. No sólo se trata de las incomprensibles exenciones fiscales de las que goza la institución eclesiástica sobre inmuebles y actividades, sino la presencia preferente de sus jerarquías en actos y protocolos oficiales, el manteniendo el funeral de Estado como una ceremonia católica o la participación oficial de autoridades civiles en ceremonias exclusivamente religiosas.

Y lo cierto es que todos los gobiernos, populares o socialistas, han preferido mantener el statu quo a intentar cumplir el mandato constitucional de la aconfesionalidad. Pero, además, este supuesto equilibrio que se trató de buscar en la transición, se pretende debilitar día a día, intentando implantar una confesionalidad larvada, buscando una mayor presencia religiosa, llegando a excesos como distinguir con una condecoración civil a una imagen religiosa o como autolimitar la capacidad del Estado en controlar el dinero público que de forma generosa traslada a la Iglesia Católica. Porque no estamos hablando del dinero del cepillo de la parroquia, sino de fondos públicos que recauda el Estado y que en vez de dedicarlo a obras sociales, a educación o a carreteras, lo entrega a la jerarquía eclesiástica para el funcionamiento de sus actividades. El dinero que se pretende controlar no son aportaciones voluntarias de algunos ciudadanos, sino parte de su contribución obligatoria al Estado y que este decide abonar a la Conferencia Episcopal. Y la culpa de esta trasnochada situación no hay que buscarla sólo en la institución eclesial, sino, en gran medida, en la falta de interés por parte de los sucesivos gobiernos o, en el caso que nos ocupa, por un excesivo celo religioso de algunos miembros del Tribunal de Cuentas.

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