Si un político español sabe estar permanentemente bajo los focos, ese es Pablo Iglesias. La solemne sesión de apertura de la legislatura era una gran ocasión para lucirse: "Nosotros estamos en el Parlamento porque nos han votado los españoles. Algunos son jefes de Estado porque son hijos, nietos o bisnietos de una dinastía. Creo que, con todo el respeto, nosotros tenemos mucha más legitimidad porque nos vota la gente". Puede haberse lucido ante su parroquia, pero las cosas no son exactamente así. Ponerse a medir legitimidades entre la corona y los parlamentarios no es una buena idea y lo es mucho menos en un profesor de ciencias políticas. Querer la república es un deseo legítimo, pero para ello no hace falta negar la actual legitimidad democrática de la corona. La de esta, como la del parlamento, proceden de una Constitución que afirma en su primer artículo que "La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado". Es el refrendo de los españoles lo que permite al rey ser Jefe del Estado, no su linaje. Nada tiene que ver esta monarquía con la que derrocó la II República, como nada tiene que ver con la que el dictador, en su delirio, creyó dejar "atada y bien atada". Las monarquías parlamentarias tiene su origen en la revolución inglesa de 1688, que puso fin al absolutismo inglés. La primera revolución moderna. Con Inglaterra, otros países de larga tradición democrática y estabilidad política como Holanda, Suecia, Dinamarca, etc. son monarquías parlamentarias.

El debate monarquía o república es tan viejo como legítimo. Pero no estamos en tiempos en que se pueda derrocar al monarca en unas elecciones municipales. Para cambiar un aspecto tan básico de la Constitución, como ocurre con el modelo territorial, es necesario un alto grado de consenso social y político. Y ya sabemos que para Iglesias y los suyos el consenso es contrario a su idea de política. Para ellos, ésta sólo es disenso y confrontación; además de una combinación entre agitación callejera y acción institucional. Por ese camino, nuestra monarquía gozará de larga vida.

También se ha criticado al Rey por elogiar el diálogo, la responsabilidad y la generosidad con las que se ha puesto fin a la larga crisis de gobernabilidad. Nada hay fuera de lugar, ni que no sea propio de quien, tras las oportunas consultas, propone al Parlamento el candidato a la investidura. El único momento central de la corona.

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