LOS liberados sindicales se han situado en el ojo del huracán en vísperas de la huelga general del próximo 29 de septiembre por el firme propósito que la presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, viene anunciando de reducir considerablemente su cifra en las empresas madrileñas. Su defensa es que la CEOE ha cuantificado el coste de los liberados sindicales en unos 250 millones de euros al año. Ello ha provocado que surjan las primeras voces a favor de que sean los propios sindicatos los que sufraguen sus gastos de estructura, de manera autónoma, sin apoyarse en las empresas o en las subvenciones públicas. Nadie se plantea que los sindicatos, como las patronales y otros agentes sociales, sean necesarios porque son un eficaz elemento de integración social; porque encauzan y articulan instancias de negociación civilizando la solución de conflictos. Si no existieran habría que inventarlos. Además, es de justicia social que los trabajadores tengan un representante que les defienda ante los empresarios y es lógico que esta persona no tenga que compaginar su labor sindical con su trabajo diario. Ahora bien, como en muchas situaciones, la teoría no concuerda con la realidad. Se debería de encontrar un término medio en el que las administraciones públicas, garantes de la justicia en el mercado laboral, compensaran a las empresas por el pago a estos liberados sindicales, de la misma forma que habría que encontrar métodos de control sobre su desarrollo sindical.

Lo que ni los sindicatos ni el propio Gobierno deben seguir ocultando es la cifra de liberados. La cifra que el Ejecutivo dio esta semana (499) provocó incluso la sorpresa de las centrales sindicales por su escaso volumen. La sociedad tiene derecho a conocer el número de este tipo de representantes que circulan entre las empresas y las administraciones.

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