Maestrías

No podemos evocar sino con melancolía a los políticos que mostraron un interés genuino por las letras

Gracias a uno de aquellos trabajos alimenticios de juventud -qué poco hemos cambiado desde entonces- nos contamos entre los pocos españoles que habrán leído la obra casi completa de Antonio Cánovas del Castillo, seis tomazos de los que recordamos la buena prosa decimonónica del historiador aficionado y su entrañable contento al referir las victorias de los tercios imperiales o el relato, demorado en la descripción de los aspectos militares, de la conmovedora derrota en la ocasión de Rocroi. Publicados con motivo de alguna efeméride, los volúmenes traían un prólogo del secretario general del partido que se dice depositario de su legado -la llamada ideología liberal-conservadora, una muy nuestra contradicción en los términos- y quizá otro, no estamos seguros, de su veterano fundador, que en todo caso citó siempre con admiración y conocimiento la labor no sólo política del prócer malagueño. Cabía imaginar que los cuadros de ese partido, principales destinatarios de la edición, no iban a acercarse a esos volúmenes salvo para quitarles el polvo, pero al menos uno disfrutó de la lectura y sólo lamentó que la selección, que dejaba fuera los escritos literarios, no incluyera la biografía, según dicen bastante buena, del también político y escritor Serafín Estébanez Calderón -tío y mentor de Cánovas- o la novela histórica La campana de Huesca, que conocíamos de nombre y fue muy popular, como la Amaya de Navarro Villoslada, entre los estudiantes de antaño. Los tomos, por cierto, no los hemos conservado, no porque los vendiéramos en su momento, como fue el destino de otros, sino porque no accedimos a comprárselos al editor, por así llamarlo, un astuto negociante que no daba un ejemplar por perdido y pretendía sacarle unas pesetas -lo mejor era el descuento- a su esforzado galeote.

A propósito de las maestrías reales o ficticias de nuestros gobernantes, a los que suponemos aficionados, como los médicos o los abogados, a enmarcar los diplomas, no podemos evocar sino con melancolía a aquellos otros -por citar sólo a andaluces del XIX, baste mencionar a Emilio Castelar o a Nicolás Salmerón, bibliófilos y autores, absolutamente recomendables los Recuerdos de Italia o la pintoresca biografía de Byron del primero- que mostraron un interés genuino por las letras y tenían una idea de la cultura que no era meramente decorativa ni por supuesto contemplaba el cambalache. El mismo Cánovas, si no nos engaña la memoria, se disculpaba ante sus lectores por restarles a las tareas de gobierno el tiempo dedicado a sus ocios intelectuales, pero precisaba, solicitando indulgencia, que lo hacía sólo los domingos.

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