No tengo más patria que la libertad que me da mirar al mar. Ni más matria que la barriga de mi madre. Pero tuve la suerte de que el mapa de la suerte me diera cobijo en Málaga. No es la más hermosa de las ciudades, aunque sí una ciudad en la que resulta hermoso vivir. Y pese a no creer en fronteras, himnos ni banderas, siempre me he preguntado cómo ser un buen malagueño.

Sobre el papel todos los sabemos. La ejecución de esa teoría es el factor diferencial. En cómo saber alejarse de chovinismos ciegos para entender que tu ciudad no es la mejor, que siempre puede mejorar. En no confundir las pinceladas de crítica necesarias con convertirse en un hijo devorando a Saturno. Es cuestión de aperturismo. De puertas para que el visitante no sólo venga, sino que entienda por qué su idiosincrasia la hace tan particular; y de mente para que el que ya esté aquí no deseche conocer otros lugares y piense que todo lo que necesita lo tiene aquí.

No puede faltar empatía. Para entender que aunque uno defienda otra ideología, Francisco de la Torre, a pesar de su fachada algo jurásica, no lleva gobernando los 21 años del siglo más tecnológico por casualidad. Y para comprender que el evidente desarrollo urbanístico, social y empresarial no debe ocultar el peaje que ha supuesto en la política de barrios o en la preponderancia del ladrillo sobre el verde, que una cosa es que la orografía malagueña solo deje crecer a lo ancho y otra meter tanta ficha a expandirse con rascacielos.

Un malagueño distinguido debería saber que abrir más museos no es tener ciudadanos más cultos. Que criticar los bochornosos puestos hereditarios de Limasa no oculta nuestras miserias cívicas a la hora de cuidar la basura con la que castigamos a las calles. Que arrancar jazmines para hacer biznagas cuesta tanto como recoger las sobras del botellón del suelo. Que para vender nuestros encantos solo hay que invitar al foráneo, y ya él solo decide quedarse aquí; porque atraer turismo no es apilar en pisos despedidas de soltero y guiris que en vez de Málaga pronuncian Magaluf. Y que alquilarlos a precios que rompen el mercado y perjudican al malagueño que busca un alquiler enriquece el bolsillo propio y empobrece el alma de la ciudad, especialmente la del centro histórico.

Un buen malagueño no debería caer en la torpeza de añorar el mar cuando está fuera y no embeberse cuando lo tiene a mano, aunque sea haciéndole compañía en un atardecer de otoño, no hace falta cargar tres neveras y plantar la sombrilla a las 9 de un día de agosto para disfrutar de él.

Y aunque lo he intentado, no sé si me ha salido. Porque no hay un manual para que el malagueño sepa ser un malagueño de manual.

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