Maradona es el mejor jugador de la historia del fútbol. Cruyff merece mención aparte (y de hecho es la figura central de mi particular santuario pelotero). Pero el argentino no acepta parangón. No ya por su dionisiaca técnica y natural condición atlética -brutal tren inferior-, sino por su esfuerzo y valentía en la cancha, por su capacidad de echarse encima un equipo y llevarlo a vencer, incluso con compañeros medianos. A los hechos cabe remitirse: hizo ganar a Argentina un Mundial de forma más que insospechada; y un scudetto a un club segundón como el Nápoles en la liga italiana, por entonces el campeonato más fuerte del mundo. ¿Messi? Por supuesto. Pero miren vídeos: Leo no ha sufrido las coces que Diego encajaba, sin un atisbo de queja fingida ni de miedo. Los defensas más granados hocicaron y mordieron la cal y la hierba intentando frenarlo. Marcó goles para llorar de emoción; compuso sinfonías en cada tramo del campo. Goicoechea lo partió, un oprobioso episodio en la trayectoria del buen central vasco. Eran tiempos en los que, entre el barro y con la connivencia de árbitros barrigones, no se protegía a los buenos futbolistas. Lesionar y siquiera parar a Maradona era difícil. Evitar que brillara como un astro rey no fue posible. Para suerte, y añoranza, de los aficionados.

Lo destrozó la cocaína. Un año después de su muerte, hemos podido ver un documental sobre su vida (Diego Maradona, TVE): descarnado, te mueve a la tristeza. Hagamos aquí notar su bondad y su apreciable inteligencia, cuando todavía no estaba roto y enloquecido sin remedio. Escuchen sus palabras, observen su forma de comportarse al salir al campo, o al enfrentar las preguntas; un niño del barrio marginal de Villa Fiorito. Sensato pero aguerrido, deportista, un competidor nato. Retengamos en un paraíso de la memoria su velocidad, su forma orgásmica y única de tocar la bola, de ver la jugada, de romper a sus marcadores con la más asombrosa genialidad, de arriesgar y crear por puro instinto y gracia. No seamos cicateros: si cayó, fue por lo que fue. Toda la porquería que lo hizo alcanzar la ignominia no le es imputable. Con el tiempo, debe quedarnos de Maradona su clase, la que nadie nunca tuvo, y nadie volverá a tener en un fútbol superatlético en el que hoy brillan, como asteroides, sucedáneos que te mueven al sopor. Gloria a ti, Diego. Dios caído, claro que hizo cosas malas en su esfera privada (que era pública). Quién podría ya condenarlo. Su recuerdo es pasmo y estremecimiento al verlo bajar la bola y jugarla.

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