La Navidad no es blanca, es del color que se inventan los niños. Ni vuelve a casa envolviendo un turrón interesado. No esconde su ilusión en la suerte de un calvo ni en una historia lacrimógena. No burbujea en el estómago cuando lo dice el cava que más invierte en marketing. Su melancolía no viene loncheada ni envasada al vacío. La Navidad es el planeta de los más pequeños. Imaginario, infinito, innegociable. Es un diciembre sin frío en sus ilusiones. Una fecha que no acaba, que no entiende de estar despiertos o dormidos porque se convierte en un ilimitado patio de recreo. La Navidad de un niño corre en el trineo de su inocencia. Y siempre debería ser todo lo que ella modele, libre de los aranceles que se va cobrando la vida.

Así que estos días aléjense de los niños todos los adultos, quédense en su mundo negro, en su Navidad de mampostería. No aparezcan para mercadear con su entusiasmo o comprarles regalos opulentos que les pinten una sonrisa de Joker. No vengan sobrevolando su dulzura para bombardearla con frustraciones, miserias y traumas. Ni mucho menos tengan la desfachatez de arruinarles su mundo de fantasías justificándose con el Covid. No asuman que poner el Belén, el árbol o unos cuantos adornos crea la Navidad. No les compren chocolatinas si no les explican que es un instrumento mágico que al ser mordidas pueden transportarles justo al país que habían creado en sus juegos. No brinden fingiendo amor por familiares a los que no llaman el resto del año. No sepulten sus miserias bajo el regalo más grande de la tienda. No hagan que nieve sobre su candidez. No pidan por Amazon lo que no está en venta entre las cuatro paredes del hogar.

Y no lo llamen vacaciones si no van a ver las pelis de Harry Potter con sus hijos, primos o sobrinos; si no se inventan algún cuento que mañana no recordarán cuando se lo vuelvan a pedir. Usted, adulto, si no quiso viajar a Nunca Jamás, al llegar la Navidad pitará en todos los detectores repartidos por la habitación de los peques, los parques el domingo por la mañana y los columpios del barrio. Hasta en la mirada de quien no eligió repartir su cuerpo y su llanto según le tocara cenar con unos en Nochebuena y con otros en Nochevieja por disputas familiares o divorcios.

Y sean bienvenidos todos aquellos uniformados de adultos que quieran ser rescatados. Pónganse a pintar colores indescriptibles. Rebusquen en las paredes de chimeneas, en el fondo de los calcetines o en el canto de alguna vieja carta a los Reyes para encontrar el niño que alguien les arrebató o al que renunciaron. Aunque lleven traje y corbata, véndanle su alma a la imaginación. Porque si no saben jugar en la época sagrada de un niño, lo están matando. O dejando morir. Y no hay peor Grinch ni fantasma de las Navidades que ese.

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