LLUEVE a cántaros. Y más que va a llover. La situación económica del país se acerca al precipicio. Los inversores internacionales ya no parecen dispuestos a financiar a nuestros bancos y empresas, lo que hace inviable cualquier atisbo de recuperación. La prima de riesgo española destroza máximos históricos mostrando la mínima confianza que, hoy por hoy, suscita la marca España. El mercado laboral acumula nuevas caídas del empleo. La producción disminuye, el ahorro decrece, la deuda aumenta y se disparan las alarmas en todos los frentes.

El desastre es tan perfecto que ofenden las explicaciones simplistas No se trata sólo del ataque de pérfidos especuladores que persiguen la ruina del euro. Junto a eso, que no niego, concurren causas menos digeribles, menos exculpatorias de nuestra propia responsabilidad. La desconfianza -innegable- no surge porque sí, ni se acrecienta artificialmente en oscuros despachos conspiratorios. España está en el centro del huracán porque no ha sabido gestionar una crisis largamente anunciada. Nuestro Gobierno, ése que hasta hace dos días negaba incluso su existencia misma, ha sido incapaz de defender la solvencia de la economía española. La permanente apelación a escenarios irreales, la falta del coraje político necesario para comprender la gravedad del momento, el empeño en contentarse con análisis cortoplacistas, cuando no claramente electoralistas, y la ausencia de la intención sincera de implicar a todas las fuerzas políticas y sociales en la búsqueda de una posible salida, retratan la enorme torpeza de unos dirigentes que aún se aferran a soluciones mágicas.

Los grandes retos reclaman líderes extraordinarios, y Zapatero obviamente no es uno de ellos. Avergüenza lo que se escribe por esos mundos sobre su persona y sus habilidades. Avergüenza y perjudica, no únicamente a su figura, que también, sino principalmente a la imagen de una España que se descubre desnortada, superada por las circunstancias y poco fiable.

Como ciudadano ni tan siquiera pido el adelanto, quizá inoportuno, de elecciones. Porque el barco se hunde y el capitán más que ordenar estorba, me basta con que le asista un punto de cordura: la imprescindible para aceptar que él es un factor agravante del problema. Estoy seguro de que en el Partido Socialista hay inteligencias muy válidas para asumir la inmensa tarea que nos llega y para lograr recuperar, acaso, el crédito que ahora nos falta.

El presidente del Gobierno tiene una última oportunidad para reivindicar su talla y su talante. Dimitir siempre es una decisión dolorosa. Pero se vislumbra como inexcusable para que su fracaso no arrastre a una sociedad cuyo futuro no debe quedar ligado a la lamentable peripecia de quien ni supo, ni quiso, ni pudo. Ojalá que acierte a entenderlo a tiempo. Y ojalá que así lo cuenten y se lo agradezcan las páginas venideras de la Historia.

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