De entre todos los sentimientos que nacen de nuestra sensibilidad ante las amarguras y miserias ajenas (lástima, piedad, compasión), es quizá la misericordia el que expresa una mayor excelencia, un grado superior de humanidad. Virtud sólo al alcance de almas escogidas, está estrechamente relacionada con el perdón y, al tiempo, pugna siempre con nuestro sentido de la justicia. Quien ruega misericordia busca una ayuda clemente, olvidadiza del origen de su infortunio. Aristóteles, sabedor de las tenues diferencias entre la compasión y la misericordia, señala que aquélla surge de forma más espontánea y afectiva, ya que nos estremecen de inmediato las desgracias soportadas por quien nos las merece. Cuando conocemos la desdicha de un inocente, es fácil identificarnos con su dolor. Pero si éste aflige a una persona malvada, haciéndole sufrir el castigo de sus propias vilezas, nuestra primera reacción suele ser la contraria: en tal caso, sentir compasión sería injusto, rompería la equilibrada equivalencia entre las causas y los efectos. Es entonces cuando la misericordia nos muestra su singularísima faz: sustituir la venganza por el perdón abre paso al auxilio incondicional, alejado de méritos y deméritos. El filósofo humanista André Comte-Sponville, en su Pequeño tratado de las grandes virtudes, lo expresa con claridad: la misericordia, nos dice, "no anula la falta, sino el rencor, no el recuerdo, sino la cólera, no el combate, sino el odio". No es todavía el amor, añade, "sino que hace las veces de él cuando éste es imposible, o lo prepara cuando éste sería prematuro".

Al exigir el requisito de un perdón no siempre racionalmente asumible y trastocar los pilares de nuestro atávico concepto de lo justo, no es de extrañar que se trate de un sentimiento raro y escaso. Tanto que, tal vez por entenderlo casi inalcanzable, hayamos resuelto configurarlo como uno de los atributos ínsitos de Dios. Al cabo, es a Él a quien todos imploramos esa misericordia que casi nunca a nosotros, seres imperfectos, tenaces contables de culpas y escarmientos, nos parece cabal, debida y hacedera.

Benditos los que, como la Benina de Galdós, acunan un corazón misericordioso. Ellos, que no recriminan nada ni exigen reparación alguna para entregar su perpetuo amparo e indulgencia, son la élite de la bonhomía, el verdadero reflejo de lo divino en este mundo nuestro demasiadas veces airado, implacablemente ecuánime y memorioso.

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