Ahora que el Gobierno parece dispuesto a encauzar el asunto catalán por la vía del diálogo y del pacto, conviene recordar algunas certezas que diríase hoy desatendidas.

Partamos de un principio básico: la aceptación del discrepante es consustancial a la democracia, un elemento que la define como pocos. Desde esta perspectiva, el propósito puede parecer no sólo conveniente, sino absolutamente fiel a la lógica del modelo. Pero, como ya nos avisara Raymond Aron, el mayor factor de corrupción de la democracia está en la desvirtuación del compromiso. Sus enemigos -que los tiene- suelen aprovechar el necio y frecuente error de malentender los perfiles exactos del pluralismo para acabar imponiendo sus tesis profundamente antidemocráticas. Aron ilustra su razonamiento con palabras del Mein Kampf. En él, afirma Hitler "que los partidos democráticos, al carecer de doctrina, pueden establecer compromisos, pero que los partidos o grupos que responden a una filosofía total no pueden admitir dicho espíritu de compromiso y deben lograr que se haga su voluntad de manera integral".

De ahí el imposible: cuando los demócratas pactan con los enemigos del sistema corren el riesgo de olvidar que, para los segundos, este acuerdo nunca será una solución definitiva, sino una mera etapa intermedia que conducirá a otras y mayores reivindicaciones. La experiencia de décadas de cesión perpetua al independentismo catalán tendría que habernos vacunado contra la siempre ilusoria percepción de sentir cercano un final provechosamente común.

Lejos de aprender de tan terca dinámica histórica, Sánchez e Iglesias han decidido escenificar otro acto del drama: no sé si de buena o de mala fe, entregarán al catalanismo hermético bazas y más bazas en este juego literalmente interminable. Ignoran, o quieren ignorar, que jamás ese camino encontrará meta. Entre otras razones, porque ésta supondría la muerte de la ideología separatista. No hay nacionalismo sin reclamación ni agravio. Desaparecidos éstos, se esfuma su capacidad de fascinar, todo aquello que lo nutre y vivifica.

Comprenderán, pues, mi escepticismo: el problema catalán no tiene ni tendrá arreglo porque una de las partes necesita desesperadamente que no lo tenga. Ya hallarán ellos nuevas zonas de disputa en la esperanza, por lo que se ve fundada, de toparse con líderes miopes, incapaces de reparar en la perfecta y perpetua inutilidad de cuanto toleren, transijan o concedan.

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