EL Consejo de Política Fiscal y Financiera, que reúne a los responsables del Ministerio de Hacienda y a los consejeros correspondientes de las comunidades autónomas, rechazó el miércoles los objetivos de contención del déficit público planteados por el Gobierno para los próximos años. Nueve gobiernos autonómicos se pronunciaron en contra y seis a favor, absteniéndose el de Castilla y León, en manos del Partido Popular. No obstante esta votación, la legislación faculta al ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, a tomar la última decisión, aun estando en minoría, y así lo hizo el ministro. En consecuencia, las autonomías han de cumplir la política de control del déficit, dejándolo en un 0,7% del PIB este año, un 0,3% en 2016 y un 0,1% en 2017, programando el 0%, es decir, el equilibrio presupuestario, para el año 2018. Montoro argumentó este rigor en la necesidad de aplicar estrictamente la Ley de Estabilidad y advirtió que los incumplimientos llevarían consigo la activación de los mecanismos de sanción previstos para los gobernantes regionales que se aparten de la norma. La imposición de este riguroso programa provocó las protestas de los consejeros de Hacienda pertenecientes al PSOE, incluyendo a la consejera andaluza, María Jesús Montero, y del de Cataluña, además de la abstención citada del castellano. Sus posiciones son razonables. Aunque la política de austeridad se ha demostrado acertada e imprescindible para sanear las cuentas del Estado y salir de la crisis, y debe continuar presidiendo la política fiscal en todas partes, su excesivo rigor puede generar efectos negativos en la marcha de las comunidades autónomas y en la prestación de los importantes servicios que tienen constitucionalmente encomendados (salud, educación y dependencia, entre otros). Aunque el Estado sigue haciéndose cargo de las pensiones en todo el territorio nacional, lo cierto es que numerosos gobiernos autonómicos, por no decir todos, se las ven y se las desean para afrontar los objetivos de déficit público asignados sin dar otra vuelta de tuerca a los recortes que ya han venido implantando a sus ciudadanos y el consiguiente empeoramiento del bienestar colectivo. Bien es verdad que todavía les queda margen a todas las autonomías para proceder a una reducción de sus respectivas administraciones, lo que sería una buena fuente de ahorro, pero la austeridad debería aplicarse con flexibilidad en aquellas que hacen notables esfuerzos por sanear sus finanzas, y con el máximo rigor con las que año tras año incumplen las previsiones y se han instalado en el déficit imparable e insolidario. La economía mejora, y eso debería ayudar a un ajuste menos rígido que el que hizo falta en lo peor de la crisis.

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