LOS vi hace tres meses, en Washington, en el Memorial dedicado a los soldados muertos en Vietnam, allí donde se reúnen los familiares para tributarles un homenaje tocando su nombre grabado en la piedra negra. Era una pareja de unos sesenta años que parecía venir de algún lugar de la América profunda. Los dos eran cortos de vista y tenían que acercarse mucho al memorial, porque el sol se reflejaba en la piedra y hacía muy difícil ver los nombres.

Ya que se parecían bastante, imaginé que eran dos hermanos buscando a su padre, que murió cuando era un hombre mucho más joven de lo que ahora habían llegado a ser sus hijos. O quizá buscaban a su hermano, que murió cuando ellos quizá eran niños. Los dos estaban a mi lado, pero estaban tan concentrados buscando el nombre que ni siquiera se habían dado cuenta. Yo había estado leyendo los nombres de los muertos, e incluso había apuntado algunos: James E. Clegg, David E. Huffmann…, y me pregunté si aquel Clegg o aquel Huffmann sería el nombre que ellos buscaban.

Me hubiera gustado ayudarles, y estaba a punto de hacerlo cuando me di cuenta de que no podía inmiscuirme en una ceremonia íntima, así que los dejé en paz, hasta que al cabo de un minuto oí que el hombre soltaba una exclamación, y se inclinaba casi hasta el suelo y le señalaba a su hermana -o a su mujer, o a quien fuera- un nombre perdido entre aquella maraña de nombres. Y la mujer rozó con la punta de los dedos aquel nombre, y luego lo hizo él, y los dos se quedaron inmóviles, en cuclillas, con la vista fija en aquella placa de piedra volcánica que reflejaba sus caras, no sé si rezando o pensando o llorando. Y un instante después me di cuenta de que la mujer sollozaba, aunque hacía todo lo posible para disimularlo, pero yo supe que estaba llorando, porque el hombre le pasó la mano por el hombro y le dijo algo al oído.

No sé nada de lo que pudo hacer aquel hombre que había muerto en Vietnam y que había sido el padre o el hermano de aquella pareja. No sé si fue un héroe o un criminal, si se comportó como un hombre o si lo hizo como un perro. No lo sé. Y tampoco sé si fue a la guerra convencido de que estaba haciendo el bien, o si fue a la fuerza porque necesitaba pagarse una casa o una carrera, como fueron tantos otros de los muertos que había en la placa. Pero algo me dijo que aquel hombre no podía haber sido un mal tipo, si cuarenta años después de su muerte había dos personas agachadas frente a una placa de piedra, tocando su nombre con los dedos, y rezando, y recordando, y llorando.

Me acordé de aquella pareja hace una semana, cuando vi las fotos de los marines que meaban sonrientes sobre unos talibanes muertos en Afganistán. Y me pregunté si aquel soldado muerto en Vietnam, al que lloraban sus hijos o sus hermanos, hubiera hecho lo mismo.

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