Afirmó el otro día en Málaga el vicesecretario de Relaciones Internacionales de Vox, Iván Espinosa de los Monteros, que los votos dirigidos a su partido en las elecciones de mañana van a ser un "zasca" a "los progres, a Puigdemont, a Pedro, a Pablo, a Torra, a Otegi y a todos los enemigos de España". Es decir, por emplear la fórmula a la que el mismo político recurrió, un "multizasca". El símil revela en gran medida lo que Espinosa de los Monteros, y por extensión su partido, entienden por democracia. Un voto no es un instrumento para el ejercicio de la soberanía, ni el fruto de una decisión meditada, ni siquiera la evidencia de que si hay votos es porque puede haberlos: un voto es un desahogo, un golpetazo, un por mis cojones. El zasca de Vox no es, ni mucho menos, un golpe de ironía, sino algo parecido a un empacho aliviado con la deposición final. No se trata de derrotar al enemigo en las urnas, sino de humillarlo, ridiculizarlo, propinarle una bofetada con la mano abierta para que resuene. Es decir, justo lo contrario del principio esencial de la democracia por el que el adversario puede tener razón y conviene escucharlo; más aún, lo que la democracia nos dice, ya desde antiguo, es que soltados a su aire en la plaza todos los ciudadanos son iguales. En el mismo punto de partida, no los hay con más razones que otros. Y que lo consecuente, entonces, es establecer acuerdos con el que piensa distinto, porque igual es uno el que está equivocado. Lo que pasa es que la democracia acusa sus principales debilidades en sus fortalezas, lo que también forma parte del juego y sus reglas. Quienes ni de lejos comulgan con los principios democráticos lo tienen bastante fácil para hacerse pasar por demócratas (por esto recelaban Platón y Nietzsche de la fórmula): demócratas se hacían llamar quienes aplicaron la cicuta a Sócrates, quienes justifican acciones terroristas y quienes piden votos como zascas a cuenta de que España son ellos, no ninguno de los otros. Nada nuevo, al cabo.

Lo que me resulta más sorprendente aún es toda esa gente que, al parecer, tiene ganas de practicar el desahogo. Como si Puigdemont, Torra y Otegi fuesen responsables de sus penurias, de que sus hijos no aprueben las asignaturas o de que con sus salarios no les alcance para comprar el coche que les gusta. Como si quienes votan a otros partidos lo tuviesen todo resuelto. Imagino que esto tiene que ver con una idea de España parecida a la Virgen del Carmen: quien se atreva a tocarla, que se prepare. Y si resulta que la Virgen del Carmen no me sirve cuando me quedo en el paro, cuando mi jefe me dice que tengo que echar más horas, cuando mi mujer está de morros o cuando pierde el Madrid, ese agravio a lo más sagrado tiene que pagarlo Puigdemont como me llamo Juan Antonio. Imagino que es más fácil echar la culpa a los políticos que ponerse en marcha para arreglar lo que a uno no le funciona. De modo que seguirá habiendo urnas, espero.

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