Nombre entre nardos

Todo lo ha cantado el poeta y duele ahora releer unos versos en los que la amada vivirá para siempre

Para Cecilia Romero de Solís

UNA profunda afinidad hermana a todos los amantes del verde cuando se reconocen en una querencia compartida por las plantas, las flores o las huertas. No es necesario saber de ellas todo lo que cuentan los libros porque cada ser es único e irrepetible -la pertenencia a una misma especie no anula la bendita diversidad de los individuos- y requiere cuidados singulares que a menudo se aprenden de viva voz y pueden no tener validez en condiciones distintas. También lo son los lugares y desde luego las personas y los hay, unos u otras, que se salen de los parámetros habituales para adquirir una significación extraordinaria. Cecilia, nuestra Lilí, no sólo era una mujer por muchas razones maravillosa, sino que tenía la rara virtud, propia de los artistas, de fundar belleza a su alrededor y de transformar los espacios inanimados -si es que cabe llamarlos de ese modo- para insuflarles alma. Conforme a su personalidad, de una dulzura franca, sin recovecos ni imposturas, su idea de la armonía, tan alejada de lo que llamamos diseño, rehuía por eso lo decorativo y transmitía, como las obras que conmueven por su ausencia de artificio, una impresión de naturalidad que es el mayor logro concebible para quien trabaja no con los objetos, las palabras o los conceptos, sino con los organismos vivos. No por volcar su dedicación en la intimidad era menos artista y en su discreto pero admirable haber figura el de haber creado, porque lo fueron casi de la nada, dos hermosísimos santuarios que eran y son, como los jardines de los cuentos, remedos del paraíso, el oculto e interior de la judería, un remanso de paz en el corazón de la ciudad más secreta, y el abierto a los campos donde ya se respira el aire de la marisma. Todo lo ha cantado el poeta: la nostalgia del presente que se aleja, los rumores de eucaliptos y palmeras, la luz de la mañana en el verano, el rumor de los trigos por la noche, las naranjas dormidas en el suelo, el tesoro que encierra lo pequeño. La plenitud de junio en las espigas, rosales por el muro, enredaderas, caracolas, jazmines y claveles, la dulce claridad blanca y dorada. El sereno celeste que ilumina, el tiempo en nuestros brazos abrazados, los nardos que no mueren en noviembre. No muere la pasión -bien lo sabemos- ni mueren los paisajes. Todo lo ha cantado el poeta y duele ahora releer los claros versos en los que la amada, que lo fue desde hace tanto, vivirá para siempre.

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