Adoña Rosita siempre le han interesado más los envoltorios que los regalos que esconden. A sus nosécuántos años sostiene que el primor con que están hechos refleja el cariño de quienes los hacen. De sólida educación en colegios de monjas, corresponde siempre con un rosario de minutos durante el que deshace con parsimoniosa calma lazos y pliegues, mientras alaba la delicadeza del paquete hasta el punto de agotar cualquier posible loa al regalo en sí. Que sólo puede ser excelente en tan exquisito embalaje.

A doña Rosita casi le da un patatús el pasado Jueves Santo por la mañana, cuando hizo un impasse camino del desembarco de la Legión para ver las propuestas finalistas en el concurso del Astoria. Soponcio del que sólo le salvó la intervención del guiri en chanclas y calcetines que le brindó un botellín de agua, y cierta preparación para la catástrofe con la que reconoció que se había acercado al soportal del antiguo cine. Acostumbrada a visitar las mejores galerías de arte y aficionada a que los museos broten como setas en su ciudad, sus eruditas reflexiones no le permitían imaginar que los mejores proyectos presentados al concurso internacional del que saldrá la idea a desarrollar en la parcela más cara jamás comprada por el Ayuntamiento pudieran exponerse sobre la tapia de la antigua puerta del edificio. Clavados con unas míseras puntillas en lo que (dadas las fechas) sólo se puede entender como una evocación de la crucifixión de Cristo. Uno al lado del otro. Sin un centímetro de separación cual si de carteles de promoción de la Semana Santa en Toledo se tratara, que no hay pared para tantos. Ni siquiera unos míseros expositores repartidos a modo de viacrucis por calle Alcazabilla, que después de gastarnos ochenta mil euros en premios, mil eurillos pueden comprometer la viabilidad del proyecto.

Doña Rosita, acostumbrada a soñar antes de abrirlos lo que encierran sus regalos, pensó en cómo arrancaba esta aventura e imaginó que la selección de los artistas que actuarán durante su inauguración se hará en medio de calle Granada tomando cañas. Después se acordó de su teoría sobre los envoltorios y concluyó que a los autores de semejante espacio expositivo les debe importar muy poco el resultado del concurso y un bledo lo que opine el público. Y se marchó en busca de la Legión y la cabra, y pensó que a los arquitectos ya sólo les falta marchar al toque del tambor.

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