T ERMINAS una exposición, conoces la crítica, los pareceres de tus compañeros de la ciudad que te acoge. Ordenas reseñas de prensa, comentarios, vuelves a tu estudio y te sientes satisfecho pero con una latente inercia de vacío. ¿Por qué?. Inmediatamente acusas su ausencia. Pintar es vivir, hacia fuera y hacia dentro. Comunicarte, enseñar tus intimidades, tus sentires, mostrar tus verdades sin rubores, tus certezas sin petulancias, tu mundo poético. Desde mi pequeña estatura, creer que utilizo los consejos de Caravaggio, que aplico los mismos tonos de Ribera, los desdibujos de Picasso, los negros de Goya y todo en un sufrido pero aceptado por bellísimo acto de sinceridad estética, de compromiso con el arte elegido y que ya maduro en ti y tus maneras, ejecutas con la fuerza que te dan tus convicciones. Por eso, en este maravilloso sortilegio que es la pintura, se pagan las ausencias, los tiempos que no estás con ella, los aplazados idilios, los impertinentes contratiempos. Comprendo tanto a Rafael Alberti, cuando en su estancia en Madrid reposando una enfermedad, clamaba: "¡Oh, pintura, mi amor interrumpido!".

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