Olimpiadas

A los que somos futboleros, este empacho de competición en su mejor versión nos sirve además de cura de humildad

Aunque los sabelotodos de guardia pregonen lo de Juegos Olímpicos como término idóneo, a mí me gusta más el de Olimpiadas, una forma más cercana y familiar de identificar lo que sigue siendo, pese a las servidumbres inevitables que trae la mercantilización de todo espectáculo que se precie, la explosión cada cuatro años del deporte en su mejor acepción, y que cada día nos deja buenos ejemplos de valores tan poco visibles en el día a día a día como el esfuerzo, la superación y el trabajo bien hecho.

Las Olimpiadas de Tokio, lastradas por los efectos de la pandemia, tampoco son pese a ello una excepción, y en la radio a duermevela de la noche tienen algo de alegría infantil los gritos del locutor anunciando medalla en gimnasia, en taekwondo, en tiro, deportes todos tan alejados de nuestra pobretona cultura deportiva, esos que despreciamos cuando en la normalidad de la competición ordinaria cambiamos de canal nada más aparecen en pantalla rellenando contenidos, y que, sin embargo, ahora cobran de repente una importancia inusitada, que volverá a decaer nada más nos enteremos de la próxima medalla.

Por eso, incluso hay días en que ponemos el despertador para ver a los nuestros (diríase que en estos días hay hasta un ambiente de más unión en una país de por sí aficionado a las desuniones) disputar los partidos a horas intempestivas en deportes de los que ni siquiera conocemos las reglas, ni nos suenan los nombres de los jugadores (qué gran labor, por cierto, la de los locutores y comentaristas de la televisión pública), pero la general nobleza de los contrincantes y lo ajustado de los resultados nos atrapa ante la televisión hasta el desenlace final de los encuentros, apasionantes incluso en la derrota.

A los que somos futboleros, este empacho de competición en su mejor versión nos sirve además de cura de humildad, acostumbrados como estamos a ponerlo por encima de cualquier circunstancia, hasta el punto de comprobar cómo su representación, probable oro, es tratado como uno más, muy por debajo de la consideración que allí tienen muchos otros deportes. Pero todo termina, y en apenas una semana los últimos atletas volverán a sus respectivos países; los Juegos pasarán como los demás dejando su reguero de bravos recuerdos para la historia; y nosotros volveremos al baile obsceno de los fichajes, la dictadura de las televisiones y el sempiterno sofocón de cada domingo.

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