Quousque tamdem

Luis Chacón

luisgchaconmartin@gmail.com

Ostras y champaña

Con tanto profeta apocalíptico dan ganas de esperar el fin del mundo viendo amanecer con una copa en la mano

El estío nos convierte en aristócratas eduardianos: viajamos, visitamos museos, degustamos excelentes viandas y mejores vinos y, sobre todo, nos alejamos de lo que no sea gozar de un adorable dolce far niente. Temporal. Más ínfimo que corto. Pero divino. Olvidamos el reloj y saboreamos el tiempo. Y de pronto, volvemos a vivir el amor y a sentir el valor de la amistad; nos emocionamos con el rielar del sol crepuscular sobre el mar en calma y trasnochamos para disfrutar del amanecer como si fuéramos adolescentes.

No ver el telediario ayuda. Pero un día te abduce ese invento del diablo que domina nuestras casas. O miras el móvil con desgana. Caes en la tentación. Y entonces… aparecen ellos; los profetas de la catástrofe. En un instante, el etéreo castillo de cuento de hadas, en el que habías imaginado retirarte hasta el fin de tus días, se desmorona como un torreón de gominolas en un cumpleaños infantil. ¿Los han visto? ¿Los han oído? Resuenan como las trompetas de los heraldos del apocalipsis: el mundo se acaba. El petróleo se agota, un meteorito se estrellará contra la tierra, se encarecerá el agua -la luz y el teléfono no se sabe-, los polos se derriten -igual si Granada se convierte en puerto de mar podrían venir los turistas en crucero a la Alhambra- y, además, hay que dejar de comer carne porque las vacas, ovejas y cabritillos son como Atila y los hunos para el medio ambiente. Lo terrible es que el jamón es carne. Así que no hay escapatoria. El fin del mundo se acerca. Penitenciemos. Flagelémonos y esperemos con calma nuestra ineludible cita en el Valle de Josafat.

La apoteosis llegó cuando leí a una activista anunciar el día y la hora, afirmando que sólo quedan dieciocho meses para revertir el cambio climático. Y en ese momento, recordé una deliciosa historia. Había caído el zar. El secretario de un Gran Duque ruso buscaba a su señor desesperadamente por los cabarets de París. Tras recorrer todos los antros de Montmartre, lo encontró en Au lapin agile disfrutando de la noche parisina rodeado de bellas señoritas. Le contó llorando las malas nuevas, gimió y se retorció de dolor. Era el fin del mundo conocido. Alteza, ¿qué haremos ahora?, preguntó. El Gran Duque lo miró a los ojos, sonrió y gritó: Maître, huîtres et champagne. Y es que con tanto profeta apocalíptico dan ganas de pedir ostras y champaña y esperar el fin del mundo viendo amanecer con una copa en la mano.

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