En una sociedad democrática y plural los pactos son una herramienta imprescindible. Salvo que exista un bipartidismo perfecto, cosa que en España casi nunca ocurrió, el gobierno de las instituciones requieren de acuerdos. Pero estos conciertos no pueden ser piruetas imaginativas al margen de la realidad, sino que como toda acción política importante necesita lógica, coherencia, transparencia y ética. Esa es la única forma para que las alianzas postelectorales sean percibidas por la ciudadanía con naturalidad. Lo cierto es que además de algunos inevitables arreglos pintorescos, que siempre surgen en pequeños municipios y que responden a casuísticas muy domésticas, algunas de las decisiones tomadas por los principales partidos ayudan muy poco a conseguir una imagen digna y rigurosa de estos pactos. Resulta difícil de entender la proliferación de la llamada solución salomónica a la que, hoy más que nunca, se ha llegado en ayuntamientos de relativa importancia. Dividir el mandato electoral en periodos de dos años para contentar exclusivamente las apetencias de protagonismo de los partidos implicados no deja de ser una solución simple pero negativa. Si el periodo de cuatro años ya puede parecer ajustado, acortarlo a dos, con el consiguiente baile de responsabilidades, cargos de confianza y colaboradores que el relevo conlleva, supone una inevitable merma de efectividad de la gestión de la que los ciudadanos serán los perjudicados.

Aprovechar el resultado electoral de una determinada demarcación para utilizarlo como elemento de compensación en otro territorio supone una seria afrenta a los votantes que ven cómo se altera de forma radical su mandato electoral. No es de recibo que en aras de un equilibrio partidario se eleve a la Alcaldía a candidatos que en el recuento han quedado en tercer o cuarto lugar y a gran distancia de los dos primeros. No puede haber razón política suficiente para alterar con esa intensidad unos resultados electorales. Si a todo esto se añaden los juegos malabares que se intentan hacer para pactar sin ser vistos, para ocultar lo pactado o para discrepar de lo acordado al día siguiente de formalizar el acuerdo, la confusión ciudadana irá en aumento. La amenaza de hacer públicos los documentos secretos es posiblemente la expresión más indicativa de la ausencia total de lógica, ética y transparencia que los pactos han tenido. Y esta es la mejor forma de desacreditarlos.

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