La palabra es un truco de magia. Letras que viven en su pequeño planeta propio se asocian y crean un sorprendente universo de emociones y conceptos. Aprender a hablar es aprender a pensar y sentir. No solo el bebé va poniendo nombres a la vida que comienza a aparecer ante sus ojos. Un adulto encuentra una nueva aventura cuando sabe diferenciar melancolía de nostalgia. Alivio de alegría. Convicción de fe. La palabra es el latido del cerebro.
Días atrás, en un chat de trabajo, ante una pregunta a compañeros tras la que esperaba quórum o disensiones, la respuesta unánime fue un pulgar amarillo hacia arriba. No tenía claro si gustaría mi ocurrencia. Si me la rebatirían, si la tomarían como una orden irrefutable en lugar del debate que yo proponía, si añadirían alguna propuesta de mejora. Nada de eso ocurrió, solo cinco pulgares amarillos hacia arriba. La dictadura del emoticono provocó otro palabricidio que me partió por la mitad. Lo sentí como un fracaso social, y en una pequeña parte también personal, pues me considero afiliado de honor al partido de la expresión escrita como modo de vida. Esas cinco personas se valieron de un recurso prefabricado que tenían a mano y decidieron que representaba todo lo que podía sugerirles mi propuesta. Un recurso que ni siquiera ellos crearon, que eligieron de una limitada colección de imágenes que el creador de dicha aplicación entendió que podía compendiar el catálogo de emociones o expresiones que una persona puede usar en una conversación de trabajo. Por cada emoticono que nace, un buen surtido de nuevos inquilinos engorda el cementerio de palabras.
Y no, hay veces que la economía del lenguaje no justifica el letargo de las palabras, el uso de su hermano postizo el emoticono. Porque las palabras son las que definen nuestros actos. Así que cómo las usemos dice cómo somos ante los demás. Y no saber usarlas suele crear un cortocircuito tristemente muy extendido: que medie un gran trecho entre cómo nos ven las personas y cómo nosotros creemos que somos en realidad. Nunca olvidaré una noche en que un amigo intentaba ligar con una mujer en un bar y ella, tras su primera pregunta, respondió: "Soy usuaria de un mundo sencillo". Y no dudo que los escenarios y personas de su vida lo fueran, pero si algo me quedó claro aquella noche tras esa expresión fue que la manera en que su cerebro discurría por su mundo no era sencilla.
Así que me rebelo. Porque no solo se están cargando el mundo Putin, los que arrojan plásticos al mar o los reguetoneros. Una sociedad que lee menos, que se abandona a la comodidad del emoticono y tira más de meme que de diccionario está condenada a fracasar más fácilmente. Porque seremos menos nosotros y más lo que quieran otros que seamos. Y seremos un rebaño que bala en lugar de la bala que puede llegar a ser la palabra. Porque ya sabéis que hay palabras que pueden convertirse en armas de destrucción masiva (o, en buenas manos, de construcción masiva).
Seducir. Empatizar. Convencer. Consolar. Admirar. Conectar. Despreciar. Evangelizar. Separar. Los poderes de la palabra, bien o mal usada, son tales que quien los ignore o los desdeñe no sabe que vive bajo un techo de cristal.
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