A nadie extraña que, según el último sondeo del CIS, la segunda preocupación de los españoles sean los partidos, los políticos y la política en general: no cabe duda de que sobran los motivos. Lo que no tengo tan claro es si la disociación entre electores y elegidos es tan concluyente como sugiere el citado Barómetro. Sobre todo, si tenemos en cuenta que la campaña del 28A no se distinguió precisamente por su carácter constructivo: tanto PP como UP basaron sus estrategias en convencer a los electores, de uno y otro signo, de que Sánchez y Rivera cometerían la imperdonable felonía ¡¡de pactar!! "Grave acusación" de la que estos se defendieron con uñas y dientes. Es razonable pensar que los dirigentes políticos crean que la masiva participación electoral se debió, en buena medida, al carácter belicoso de sus mensajes. Los electores votan lo que les parece (faltaría más) y son los elegidos los que tienen que saber gestionar el capital de votos recibidos. Pero también cabe atribuir al derecho al voto una cierta responsabilidad democrática sobre las consecuencias que se deriven de su ejercicio.

Sin embargo, las cosas no siempre son lo que parecen, y menos en política. Hace unos días leí una entrevista con Nicholas Negroponte en la que se le preguntaba sobre el papel de internet en la crisis de las democracias. El fundador del prestigioso MIT Media Lab negaba tal relación, afirmando que el triunfo de Trump se debía a que la ciudadanía no se sentía representada por los partidos tradicionales. Hasta ahí todo bien, es la explicación canónica. Pero si las políticas del presidente están dirigidas a bajar los impuestos, desregular el sistema financiero y acabar con todas las medidas sociales (a favorecer, en definitiva, a la minoría más rica) ¿cómo interpretar que tenga casi asegurada la reelección si buena parte de su legión de electores la componen los perdedores de la crisis? Si bien es cierto que hay un problema de legitimidad, éste parece, más que una causa, la consecuencia de un fenómeno más preocupante. Sea por una u otra razón, las democracias están en peligro y deberíamos buscar el remedio en lugar de empeñarnos en agravar el mal, como sugiere el Barómetro del CIS. Sobre todo, porque esa desafección no proviene de la dificultad de la política para abordar los grandes problemas, sino de la incapacidad de los partidos para alcanzar lo mínimo exigible: formar gobierno después de unas elecciones.

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