La posibilidad de que las procesiones de Semana Santa se celebren los días 14 y 15 de septiembre, con la bendición del Vaticano, ha tenido una contestación directa, a veces en exceso, de quienes acusan a las cofradías de acaparar el espacio público con privilegios exclusivos. En estos asuntos, por supuesto, cada uno dice y opina lo que cree conveniente, aunque no estaría de más templar los ánimos y evitar el tono grueso para ajustar el debate a la dimensión más racional posible. Hay que recordar que, en nuestro contexto local, la Semana Santa es fruto del trabajo mantenido por muchos malagueños a lo largo del año, de manera libre y voluntariosa, para poner en la calle un acontecimiento del que luego, en buena medida, nos beneficiamos todos, nos gusten las procesiones o no. Así que la aspiración a compensar de alguna forma la fatalidad de quien ha visto tiradas por la borda sus expectativas del último año es legítima y debe ser tenida en cuenta. Seguramente el sector hostelero, herido de gravedad por el coronavirus, se mostrará a favor: por más que sepamos de antemano que unas procesiones congregadas en dos días de septiembre nunca podrán reemplazar a la Semana Santa en lo que a afluencia y consumo turístico se refiere, menos da una piedra. Otra cosa es que nos detengamos en el acontecimiento en sí, en su significado y en lo que aporta a la ciudad cada año. Digámoslo claro: ¿Qué pintan las procesiones de Semana Santa en septiembre? Nada. Ni en lo litúrgico, ni en lo espiritual, ni en lo fidedignamente cristiano. Nada. Señalaba el presidente de la Agrupación de Cofradías de Málaga, Pablo Atencia, que la Semana Santa no puede aplazarse como el Festival de Cine: está sujeta a un calendario en el que la Iglesia conmemora la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo. Y tenía razón. Pero entonces, hay que ser consecuentes: o bien la Semana Santa es la expresión fuera de los templos del eje central de la fe cristiana, que la Iglesia, por sus propias razones, celebra en fechas muy concretas desde hace cerca de dos mil años; o es un espectáculo que podemos extraer de todo esto y montarlo cuando nos venga en gana.

La alegría con la que se han celebrado en el último año procesiones extraordinarias, no siempre con las razones doctrinales y catequéticas de su parte, ha conducido a esta especie de euforia en la que cualquier procesión es bienvenida hasta en Navidad si hace falta. Pero que el Vaticano dé luz verde (al cabo, lo que la Iglesia hace aquí es decir "allá se las apañen ustedes") no significa que haya que alzar las campanas al vuelo. La Semana Santa no se puede retrasar y, sinceramente, sería una pena que considerásemos su expresión litúrgica más popular objeto de aplazamiento a capricho, porque tal vez no hay forma más directa de devaluarla. Si en estos días todos asumimos el valor de la pérdida, la oportunidad de reconfigurar nuestras vidas a tenor de los límites impuestos y de lo que no podemos hacer, incluso como ocasión para revelar y aprender otros valores en los que rara vez reparábamos antes, estaría bien que la comunidad cofrade, a la que no pertenezco, aprovechara esta misma oportunidad. Con la fe de su parte.

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