De nuevo, en estos días de la Semana Santa, hemos asistido a una actividad paralela que parece agudizarse cada año. Es la irrupción que, cada vez con mayor entusiasmo y estruendo, protagonizan algunos representantes políticos en su indisimulada intención de capitalizar de alguna manera los desfiles procesionales. Casi rozando el don de la ubicuidad, se esfuerzan en figurar de la forma más destacada en los momentos estratégicos del recorrido cuando la acumulación de ciudadanos es mayor, demostrando casi todos ellos una irresistible atracción por el toque de campana o por las presidencias oficiales del cortejo. Eso sí, este esfuerzo añadido a su diaria labor la suelen hacer bien pertrechados de numeroso séquito, cámaras y enjambre de periodistas. Parece pueril pensar que esta proliferación de presencias pueda revertir en mayor aceptación social de los representantes políticos, olvidando que lo que esperan los ciudadanos de las personas con responsabilidades públicas, sean cofrades o no, es que cumplan con su trabajo y lo realicen con acierto y honestidad, sin que este protagonismo indebido pueda variar su criterio. No es lógico que en un Estado que se proclama aconfesional exista esta ostentación pública en manifestaciones religiosas como representantes de instituciones oficiales. Y no se trata de señalar a ninguna formación política en particular pues, salvo excepciones, en todas existen personas adictas a esta actividad, incluso aquellas que pertenecen a partidos que se proclaman laicos y de los que cabría esperarse mayor discreción.

Quizás alguna vez esa presencia institucional pueda estar justificada, aunque lo dudo seriamente, pero esta sobrecarga de actuaciones buscando un fácil protagonismo no resiste ningún análisis político. No cabe argumentar el carácter representativo de esta actividad, pues por una parte, los cofrades ya se deben sentir representados por sus respectivos hermanos mayores y el resto de la ciudadanía que acude a estos desfiles por criterios religiosos, artísticos, tradicionales o lúdicos ya se representa así misma, sin necesidad de delegación alguna.

Pero en este desafortunado juego de presencias políticas no son ajenos los responsables de las cofradías que parecen admitir y promover con entusiasmo estos hechos como si fueran parte obligatoria del ritual. Entre unos y otros han conseguido que en una actuación de raíz religiosa la representación política y militar tenga mayor presencia y relieve que la propia autoridad eclesiástica. Todo sea a mayor gloria del espectáculo.

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