El frío, como los lunes, apenas tiene amigos. Y aunque el frío trae la maldita gripe y maluras similares, es más odiado por lo que quita y las renuncias que supone. Adiós a la playa, a la cerveza en el chiringuito, a la ropa cómoda, a la mayoría de los días de vacaciones, a más horas de luz… cómo querer al frío entonces. Además, el frío llega rudo, clavando aguijones en la piel, o húmedo, reventando los huesos por dentro. Al pobre le falta hasta el glamour de los colores del otoño, y esa melancolía que depositamos en las hojas caídas de los árboles. Pero todo el mundo necesita ese frío que casi nadie quiere.

El frío es el metrónomo de nuestras pulsiones. Y como buen señor del tiempo, parece ralentizar los nuestros para equilibrarlos tras los excesos y la vida agitada que escribimos durante el sol de verano. Y más en una tierra como la nuestra, donde el entretiempo es apenas la persiana de dos estaciones extremas. El frío es como el lado izquierdo del cerebro, nos coloca en una tesitura más aristotélica. Da la sensación de que en invierno hacemos menos tonterías; que el reloj se toma más tiempo para avanzar; que el sexo es menos urgente y más delicado; no hay cucarachas ni mosquitos; la sonrisa de los niños se hace más grande, jou-jou-jou; las conversaciones son más profundas porque las caras rurales invitan al susurro, no como los chiringuitos, que animan al chillido; los besos dejan de ser más agitados para recrearse en las bocas; los trabajos son menos basura y el dinero dura más tiempo el bolsillo. En las fotos los paisajes de nuevos colores las llenan de naturalidad y reducen el postureo. Los chaquetones dan un abrazo que ya quisiera el lino más depurado; y no hace falta vivir dentro del agua o vivir pegado a un aire acondicionado cual si fuera un respirador artificial para aliviar los rigores de la estación.

Cuando hay frío, el café calienta y purifica, baja más denso por la garganta y arranca más penas. En invierno, el puchero entra en el cuerpo como si el pie de cenicienta lo hiciera en cada zapato que ocupara. Y nos reconciliamos con la cama, que se acopla a nuestro cuerpo con sábanas, mantas y nórdicos que confiere a los minutos previos a quedarnos dormidos una poética sensación de descanso.

Y cuando llega el frío da la sensación de que tomamos las mejores decisiones y aparecen nuestras personas más duraderas. Y pasa lo que escribió Antonio Gala: "Era invierno; llegaste y fue verano".

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