Salvo en una etapa concreta de mi vida, generalmente he tenido claro que no quería ser padre. Por dos responsabilidades: la de estar dispuesto y capacitado para asumir que la vida de hijo se antepone a la tuya 24 horas al día y la del mundo que él encontrará a su llegada. Quien me conoce sabe que yo, si fuera presidente del Gobierno o jefe de Estado no fugado, obligaría a pasar un examen psicotécnico a quien quisiera traer a una bendita criatura a la vida (abro paraguas). A día de hoy, es que ni siquiera habilitaría plazo para ese examen.

Qué difícil es enseñar a un hijo. Transmitir valores, manejar emociones, procurarle buenos hábitos, concienciarlo de ser persona. Pero, por si fuera poco, sucede que los pequeños no solo aprenden por enseñanza, sino también (y mayoritariamente) por observación. O sea, cuando no somos conscientes de ser padres. Cuando creemos que un pequeño no nos escucha, o cuando asumimos que no entienden las palabras que usamos sin caer en lo que transmite nuestra comunicación no verbal. Cuando un padre o una madre, en su semana de custodia, inconscientemente compite con el otro para ser mejor. Cuando pasamos más tiempo al día con el móvil en la mano que con un libro.

Ese aprendizaje invisible es el que me preocupa, porque tengo la sensación de que esto de vivir se nos ha ido un poco de las manos. Recuerdo de chico en casa oír las batallas de tener que repartir una onza de chocolate entre varios hermanos o la escasez de juegos a disposición más allá de una peonza, las chapas o el escondite. Ahora resulta estresante compatibilizar tantas opciones de ocio. Ha llegado un momento en que tenemos más de lo que necesitamos, o tanto que satura en lugar de divertir. Pero, peor aún, da la sensación de que tenemos la torpe obligación de pensar que hay que ser felices las 24 horas. Y como derrota definitiva, las redes sociales. Ese sitio donde hay que salir siempre guapo, con un plan insuperable, tener más amigos que nadie, hacer acopio de likes, demostrar una alta actividad para que nadie piense que tu vida es un muermo o inexistente. Estamos convirtiendo la vida en una competición de ocio, en un "yo más todo". Y ello va moldeando un ejército de niños frustrados. De vidas artificiales. De personalidades perdidas entre quiénes son verdaderamente y lo que se ven obligados a aparentar.

Lo del postureo ha involucionado de hilarante a preocupante. Un niño necesita vernos despeinados. Llorando para que entienda que una lágrima es una expresión tan necesaria como la risa. Conversando en la sobremesa y no mandando un meme a cinco grupos. Admitiendo nuestras frustraciones y equivocaciones. Está claro que ni hacerlo todo a la perfección garantiza buenos resultados. Pero igual no se trata de enfocarlo en el deseo de ser padre, sino en el de asumir que ellos serán hijos.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios