Rajoy, el vanidoso

Pasado el tiempo es probable que Rajoy no aparezca como el hombre pusilánime que hoy señalan sus adversarios

En última instancia, aquello que nos va librar del putsch catalanista no es la fría determinación de don Mariano Rajoy, sino su ardiente vanidad, oculta tras una barba, desmejorada y rala, de dominico. Quiero decir que, probablemente, don Mariano no esté dispuesto a pasar a la Historia como el hombre que rompió España; y en consecuencia, es fácil suponer que don Mariano se vea, en el violento duermevela de estos días, como el libertador de una Cataluña asediada por el nacionalismo. Un libertador, por otro lado, cuya única misión es exigir el cumplimiento de las leyes; pero un libertador, sobre todo, al que nadie va a reconocerle la naturaleza democrática de sus actos.

Si atendemos a la izquierda más inane y voluntariosa, vemos que tanto el secretario general de UGT como el máximo dirigente de Podemos, insisten en el derecho a decidir como solución a los problemas que ha originado el derecho a decidir y su áspera -su antidemocrática- exigencia. Si acudimos al prontuario nacionalista, nos hallamos ante una ensoñación cualitativa, ante una epifanía xenófoba, que está más cerca de la fe que del derecho administrativo y, por lo tanto, ante un sueño que está ya fuera de este mundo, como la vieja utillería romántica de Baudelaire y Poe. Y si acudimos a la España conservadora, queda claro que las medidas adoptadas por Rajoy no le parecen, ni muchísimo menos, suficientes. ¿Quiénes serán, pues, los que le reconozcan a don Mariano una ponderación democrática y un carácter juicioso que nadie, salvo él, encuentran obvios? Aquí vuelve de nuevo el bénefico efecto de la vanidad, y la trémula autosuficiencia que la caracteriza. Como Narciso en entre juncos, a don Mariano habrá de bastarle con ser el desfacedor de este entuerto, y contemplarse, en el agua secreta del espejo, como el musculoso campeón de un combate, de una victoria, que nadie va a reconocerle.

Pasado el tiempo, y al margen de las corruptelas que lo asedian, es probable que Rajoy no aparezca ante nosotros como el hombre pusilánime y equivocado que hoy señalan sus adversarios. Para eso, sin embargo, sería necesario un paso previo que quizá no estemos dispuestos a dar. Para eso sería necesario comprender que la teofanía de Puigdemont fue eso, una teofanía, un exceso, una quimera, un residuo indeseado del XIX, y no la expresión de un derecho inexistente. Ente tanto, confiemos en su vanidad, como otros lo fían todo a la inteligencia mártir de don Oriol Junqueras.

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