Desde el fénix

José Ramón Del Río

Reencuentros colegiales

HOY estoy citado para almorzar con los que fueron mis compañeros de colegio. Uno de ellos se ocupa todos los años de llamar a los sobrevivientes y se mantiene así la convocatoria, año tras año, desde hace casi sesenta. En aquellos tiempos, con el plan de estudios de 1938, se empezaba a ir al colegio con 6 ó 7 años, porque entonces no había guarderías, y se iba al colegio durante tres cursos, más un cuarto, que se llamaba "ingreso" y, después, siete años de bachillerato, que culminaban con el llamado "examen de Estado", que tenía lugar, no en el colegio en el que se habían cursado los estudios, sino en un instituto o en la universidad. Por tanto, sin cambios de colegio, por mudanza del domicilio o por otras cuestiones, esos compañeros lo eran durante once años. Cuando uno tiene 16 ó 17 años, once años es, prácticamente, toda una vida. Ahora, cuando de los que nos vamos a reunir el más joven ya ha cumplido, sobradamente, los 75 años, aquellos once años nos parecen tan sólo un instante de nuestras vidas.

El espejo en el que nos vemos todos los días, cuando iniciamos nuestro aseo matutino, es misericordioso con nuestra imagen y, salvo casos extremos, nos la devuelve a diario, sin que notemos diferencias apreciables con la del día de ayer. Pero cuando se trata de compañeros de colegio, si uno no ha sido muy asiduo a las convocatorias anuales, el encuentro con los demás no produce en principio ningún sentimiento de euforia. ¡Dios mío, cómo está de viejo este hombre! Pensamiento que deprime aún más en la certidumbre de que ese hombre estará pensando lo mismo de uno. Superada esa primera impresión, se anima uno con el consuelo de que, al menos, tenemos la suerte de estar vivos, y el reencuentro y lo que te cuentan sirve para quitarse, aunque sólo sea con la imaginación, un montón de años.

Está muy bien conservar esas tradiciones de los reencuentros escolares, celebrando un almuerzo, aunque el colegio, para los de nuestra edad, sea un periodo tan breve de nuestras vidas. Pese a tanto tiempo transcurrido, nos viene el recuerdo del olor de nuestra clase, a tiza o a las botas de becerro vuelto que entonces se usaban o del gusto de la onza de chocolate de Matías López, con su paladar arenoso, o el color agarbanzado de los babis de los internos y, sobre todo, los colores de los impresos donde nos ponían las notas: dorado, para el primero de la clase, rojo, azul, verde, para los siguientes, y negro para el de más suspensos. Hoy aquellas calificaciones se pueden cotejar con lo que a cada uno le ha deparado la vida y consolarse con las notas de entonces o con las de ahora.

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