Refugio otoñal

El libro siempre es un artefacto válido que sirve para sacar al lector de su agobiante actualidad

Hay épocas en que la vida exterior reclama demasiada atención. Han pasado las elecciones, pero, desde su inestable escenario, los políticos continúan voceando y gesticulando. Quizás incluso más que antes. No hay conversación, conjetura o advertencia que se quede en la privacidad de sus despachos. Lo que antes podía considerarse una respuesta democrática a la demanda pública de luz y taquígrafos, ha acabado por convertirse en un exhibicionismo huero para llenar la calle con imágenes de abrazos, declaraciones tácticas y confusas pompas de humo. El espectáculo de la política no cesa y mantiene los mismos encuadres y protagonistas. El único gesto comprensible de los últimos tiempos lo ha hecho Albert Rivera: al menos como buen perdedor se ha bajado del escenario.

Por fortuna, para la gente que, en bien de su equilibrio psíquico, quieran alejarse de tanta algarabía, hay en estos días otoñales un refugio ideal: la feria del libro antiguo. El libro siempre es un artefacto válido que, entre otros alicientes, sirve para sacar al lector de su agobiante actualidad. Y más el libro antiguo, viejo, agotado, descatalogado, que reúne el encanto de poder ser encontrado por azar, tras una búsqueda incierta, deambulando por anaqueles y estanterías instalados provisionalmente en una plaza pública. Estas librerías tienen un empaque austero y melancólico, distinto a las que en primavera exhiben las novedades de los autores más apabullantes. En este tipo de feria suele darse el hallazgo ocasional (el libro del que no se sospechaba su existencia, pero se descubre y despierta un súbito interés), el encuentro con un título que se llevaba años persiguiendo y finalmente aparece medio perdido entre otras cubiertas usadas. De pronto, uno se sorprende ante un ejemplar que la editorial descatalogó demasiado pronto y no pudo comprarse en su momento. A veces, se completa una colección de la que faltaba un título. Se da, pues, un estimulante juego de busca y captura entre lo previsible y lo inesperado. Todo ello en un ambiente de complicidad con el librero que no se establece en primavera. Porque el comprador en esta feria otoñal salva un libro que estaba ya condenado a desaparecer. Es un milagro que se mantenga esta tradición redentora, permitiendo darle una segunda vida a ejemplares que merecían pasar a nuevas manos. Convendría, pues, que los políticos no gesticularan tanto, pero, cuando menos, mientras perdure este refugio otoñal del libro, podremos guarescernos de su persistente vendaval de palabras huecas.

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