Palabra en el tiempo

Alejandro V. García

Rehenes

SI alguien dudaba de si tras la convocatoria de huelga de los jueces para el 18-F había o no corporativismo y conciencia de clase ahora, tras comprobar cómo han reaccionado los pro huelguistas a la resolución del Consejo General del Poder Judicial que ha declarado la protesta sin base legal, no le deben quedar reparos. Es la huelga de un grupo privilegiado que se sabe inmune y con una gran capacidad para entorpecer, si se lo propone, el funcionamiento de uno de los servicios públicos fundamentales. Los jueces se están prevaliendo de las prerrogativas que tienen como funcionarios de uno de los tres poderes del Estado (que son muchas) para montar una protesta inverosímil, viciada por oscuros intereses, taimada, ilegal y, a estas alturas, descaradamente política. El Consejo, el órgano de gobierno de los jueces, determinó el pasado lunes que el paro carece de fundamentos legales, pero al mismo tiempo (en una de esas acrobacias del sentido común tan propias de la Administración) no se "dio por enterado" de la convocatoria y, en consecuencia, no estableció servicios mínimos en los juzgados para el 18-F.

Pero hay más. A efectos disciplinarios y puramente laborales, el paro pasará desapercibido para el consejo: dado que la huelga no tiene base de existencia no existirá. Sólo se enterará, digamos, la parte viva del país. Es decir, todos los españoles salvo los difuntos y los que viven en las zonas entremuertas de la burocracia. El CGPJ no podrá sancionar a los huelguistas porque el régimen disciplinario de los jueces sólo establece la hipótesis de una sanción leve en el caso de ausencia durante dos días consecutivos. Es más, sospecho que incluso la Administración no les podrá deducir de la nómina el día no trabajado.

Sumemos las prerrogativas de esta singular huelga fantasma: no existirá a efectos disciplinarios, no habrá servicios mínimos ni, quién sabe, se podrá deducir de su sueldo la jornada de paro. Como en el caso de otras huelgas incorpóreas (pilotos, controladores aéreos), sólo percibiremos el paro los ciudadanos y, desde luego, la clase política, aunque en este caso menos como un inconveniente que como un motivo de ardorosa controversia.

El error de los jueces que defiende la huelga es inmenso. Creo que la mayoría de los administrados coincidimos con los jueces en la escasez de medios de la Justicia, en las dificultades que soportan los magistrados y los funcionarios para sacar adelante su trabajo, en la sobrecarga y, si quieren, en su heroísmo. Cualquiera estaría dispuestos a suscribir tales deficiencias y exigir su reparación a los gobiernos, pero se resistiría a ser usado como rehén en una huelga brumosa y salpicada de intereses corporativos y dispensas de casta.

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