CONOCÍ a una maestra republicana, de ideas comunistas, que se exilió en la Unión Soviética cuando acabó la Guerra Civil. En 1941, cuando aprendió el ruso, le dieron un destino de maestra en una ciudad del interior. La ciudad era una apacible ciudad provinciana en las riberas del Volga, la típica ciudad en la que nunca pasaba nada, el destino ideal para una maestra de Chéjov condenada a desesperarse de aburrimiento en medio de la mediocridad. Sólo que aquella ciudad se llamaba Stalingrado y era el año 1941. Al poco tiempo de llegar allí, los alemanes invadieron Rusia y la maestra se pasó seis meses escondida en las alcantarillas de la ciudad, a veinte grados bajo cero, mientras en la superficie se libraba la batalla más sangrienta de la historia.

Esta mujer, que se llamaba Carme Sarquella -es justo que diga su nombre-, jamás se quejó ni alardeó de nada. Volvió a España a la muerte de Franco, se instaló con su marido en una pequeña casa de las afueras y se dedicó a cultivar flores y a leer el periódico. Si no le preguntaban, jamás se le ocurría comentar que había vivido uno de los acontecimientos más terribles de la historia del siglo XX. Yo la veía pasear, mirando con cuidado antes de cruzar la calle por si se acercaba un autobús, y la imaginaba en las alcantarillas de Stalingrado, mientras medio millón de hombres combatían casa por casa a diez metros de donde ella estaba.

A pesar de los caprichos y las tonterías de muchos de nuestros contemporáneos que se quejan por cualquier cosa, los seres humanos somos capaces de resistirlo todo. Si no llega a ser por el tifus, es posible que Anna Frank hubiera salido viva del campo de exterminio de Bergen-Belsen. Y en los mismos años en que Carme Sarquella vivía en la Unión Soviética, miles de rusos sobrevivieron a los campos siberianos de Stalin, en los que se repetían día a día las mismas condiciones de vida que sufrieron los habitantes de Stalingrado durante la guerra. Los seres humanos lo pueden resistir todo, siempre que sepan que hay una razón para seguir adelante. Ahora mismo, los ilegales cruzan como pueden el desierto del Sáhara y hay gente que trabaja diez horas al día en un supermercado por quinientos euros al mes. Es cierto que mucha gente ha sido educada en la indolencia y en la burricie, como los imbéciles que lanzan bengalas en los campos de fútbol -recibiendo castigos que harían reír a un párvulo-, pero también es verdad que mucha gente más es capaz de partirse la cara para salir adelante. Y nuestros partidos políticos, en vez de pelearse por cuestiones triviales que no interesan a nadie, harían bien en acordarse de toda esta gente. Somos capaces de resistir lo que sea, siempre que no empecemos a darnos cuenta de que nos están tomando el pelo.

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