PEDRO Sánchez mueve ficha y, con brazo firme, acapara telediarios con su decisión de fulminar al secretario general de los socialistas madrileños, el grisáceo Tomás Gómez. De primeras se le viene a uno a la cabeza Revuelta en el frenopático, de los Kortatu, pues el PSOE parece un loquero en el que a los burócratas -porque burócratas son casi todos- se les ha ido la pinza entre tanto sueño de glorias marchitas. Detrás de lo de Gómez, más allá del argumento del tranvía de Parla y la oscuridad que le rodea, se intuye algo más sensato: la voluntad de Pedro Sánchez de negarse a esa posición de Don Tancredo inmóvil en mitad del coso a la que parecían condenarlo los muchos que en su partido lo ningunean e incluso lo desprecian. Frente a la amenaza que más antes que después le llegará desde Sevilla en forma de cabellos rubios, el joven líder se pertrecha, natural, y se asegura al menos que en el foro no le toquen las narices cuando llegue, si llega, el duelo al sol. Entiende uno a Sánchez si se pone en su piel, porque al fin y al cabo lo peor que puede hacer es quedarse quieto y convertirse en presa fácil para cuantos se lo quieren merendar. Y tampoco es que Gómez, con su tufillo a megalomanía, le garantizase evitar el evidente fracaso que les esperaba en Madrid. La tarea que le queda a Sánchez si de verdad quiere hacerse con los mandos del partido, y no sólo con esa réplica de juguete que le habían prestado, se antoja enorme vista la fragmentación interna, el orgullo dañino de una formación que se niega a reflexionar sobre su decadencia y los descalabros electorales que les esperan si Podemos sigue pegando dentelladas en su electorado. Pedro Sánchez tiene ante sí un camino repleto de baches, pero cómo no entender que apueste por sí mismo. Cómo no comprender ese sueño de reflotar a una socialdemocracia española que se derrumba entre el inmovilismo de sus beneficiarios, su nostalgia por un ayer que se fue y la dificultad para armar un discurso que vaya más allá de los cuatro tópicos con los que suelen aderezar todas sus ensaladas ideológicas. El peligro mayor que se avizora es que todas estas reconversiones internas quizá llegan tarde, en esos momentos en los que una colectividad anda ya en tal grado de descomposición que el hecho de armar un liderazgo duradero se vuelve imposible pues lo que queda es una guerra de taifas en la que nadie puede ostentar autoridad pues nadie se la reconoce. A día de hoy, desde luego, si el viejo Pablo Iglesias, el auténtico, levantase la cabeza seguro que se tenía que tomar una caja de Trankimazín para no entrar en Ferraz y liarse a puntapiés.

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