El lanzador de cuchillos

Roma al taglio

Utilizaré la figurita para sujetar los libros que he comprado en un mercadillo a la orilla del Tíber

Villa Pamphili fue en 1849 teatro de una de las más sanguinarias batallas libradas en defensa de la república romana. En aquel enfrentamiento murió un joven poeta, Goffredo Mameli, autor de los versos del himno italiano. Hoy, Villa Pamphili es un encantador parque público, que confina con la Vía Aurelia Antica, en el que los paisanos de la zona montan en bici y pegan la hebra. Hace calor y, después de una larga caminata entre pinos, lagos y fontanas, nos tomamos un respiro en el único banco a la sombra que queda libre. Diego, de 8 años, juega al autocrash, lanzando violentamente un pequeño coche desde un talud cercano. Cuando la macchinetta toca el suelo, las piezas saltan por los aires con enorme estruendo. Le pregunto a Diego quién le va a recomponer el juguete y el chiquillo, señalando a la hermana, un par de años mayor, dice en un romano cerradísimo: "Sta femminuccia". La niña niega con todo el cuerpo. El padre nos mira, sonríe y le hace a su criatura un pronóstico: "Si lo tiras otra vez, ya no tendrás el auto, sólo el crash".

En Via dei Serpenti, la calle que enmarca el Coliseo y a la que da la espalda -no es una metáfora- la Banca de Italia, hay una coqueta tienda de decoración que vende tapices, alfombras persas y vajillas de diseño. Me llaman la atención, sin embargo, unos pequeños búhos antropomorfos que representan a distintos personajes de la vida italiana: hay un búho carabinero, un búho Vasco Rossi, un senador romano. Decido llevarme il gufo de Totò. Mientras me lo empaqueta primorosamente -¡qué bien hacen estas cosas los italianos!- el dueño de la tienda me cuenta una anécdota del cómico napolitano. Al parecer, al actor le gustaba llegar con tiempo a los rodajes. Una mañana se presentó en los estudios de Cinecittà muy temprano y la cancela estaba todavía cerrada. El conserje, que lo vio inquieto en la puerta, le gritó desde dentro: "Ya voy, Totò". La cosa no le gustó nada al artista, que le reconvino con firmeza: "Llámeme príncipe, se lo exijo". Antonio de Curtis tuvo toda su vida la ingenua pretensión de gozar del título de Alteza Imperial en cuanto descendiente del trono de Bizancio. El portero, en un alarde romano de reflejos, le replicó: "Principi ce ne sono tanti, Totó uno solo". Utilizaré la figurita de madera para sujetar los libros que he comprado en un mercadillo a la orilla del Tíber. Con todos mis respetos a Totò, príncipe de los comediantes.

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