En un sábado -y domingo- amigo del ser humano, uno se ducha no muy temprano con las noticias en la radio, se cafetea con un periódico en papel y un par de ellos más en el teléfono listísimo, se convida con un aperitivo con una rubia, alta y fresca, local y de unos 4 grados, y ya a esas alturas se siente reconciliado con la vida. Ojeando y hojeando la prensa, tres ilustres del recuadro me ofrecieron excelente material para cocinar esta pieza. Eduardo Jordá (Un nuevo totalitarismo) nos recordó que el lenguaje convertido en máquina ideológica no es nada nuevo, y que el furor por imponer modelos de expresión tiene resonancias de los totalitarismos del siglo XX: el lenguaje inclusivo exigido a todos y todas y a la RAE con amenaza de resultar hereje es de lo más excluyente. Carlos Colón (Machista quien no vote) abundaba en la exclusión que una parte del feminismo impone a los anatema, a saber, liberales, contrarias al aborto, directivas de empresas, conservadores y centristas, constitucionalistas, militares. La ortodoxia dogmática impone la división al feminismo. Ignacio Martínez (El bipartidismo sigue vivo), avisa, en fin, de que PP y PSOE no están nada moribundos, y la indefinición estratégica más bien amenaza a Ciudadanos, y no digamos a los quizá efímeros o puras bisagras Podemos (por cierto, Iglesias, ÉL, vuelve cual Jesús en la borriquita entrando en Jerusalén, tras un heroico permiso de paternidad) y Vox.

Fue precisamente antes, en la ducha, cuando el noticiero de la radio me devolvía al mundo de los votantes, me volvía a convertir en target electoral. Somos muchos, 30% o 40%, los que llevamos años sin saber bien a quién puñetas votar. Decía el locutor que Ciudadanos -sí, metamórfico casi hasta el Síndrome de Zelig- ofrecía a PP y PSOE que abrieran la puerta a coaliciones entre ellos para evitar que las bisagras de los extremos tuvieran cuotas de poder decisivas. Sin llegar a ese ejemplo llamado Grosse Koalitionen con el que Alemania se gobierna con una alianza entre los dos principales rivales, España de esa forma se escoraría al modelo de la primera Europa, como Suecia, dejando fuera a los populismos epidérmicos, y no hacia los gobiernos hechos patchworks funambulistas de Sánchez, y de Salvini en Italia: los radicalismos de siniestros ecos históricos quedan así en marginales, y no en los nuevos recogedores de nueces que han sido -y son- los nacionalismos vasco y catalán. Quizá el sábado acabe en rico arroz con pollo, siesta y Dios dirá.

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