La Semana ¿Santa?

Nadie puede sustraerse para bien o para mal a esta realidad que inunda las calles

Aunque sea agnóstico y, por tanto, se esté distanciado de los dogmas y ritos de la iglesia Católica, cualquiera tiene derecho a opinar sobre las procesiones de estos días, porque son un hecho que trasciende el aspecto religioso para constituirse en un fenómeno social, cultural, turístico y económico que afecta de manera inevitable a los ciudadanos. Nadie puede sustraerse para bien o para mal a esta realidad que inunda las calles. Da la sensación de que vivimos un desbordamiento incontrolado de la afición o devoción por este tipo de manifestaciones religiosas que cada día con mayor intensidad y extensión consiguen alterar el normal desarrollo urbano. Por lo visto, ya no es suficiente la semana, llamada santa, que tradicionalmente se ha dedicado a esta actividad, sino que se ha extendido durante bastantes más días con los traslados o con conmemoraciones de discutible relieve que se aprovechan para, en cualquier época del año, sacar los tronos a la calle. Parece que esta tentación de ocupar el espacio público con manifestaciones religiosas no conoce límites. La tendencia a la espectacularidad y a la exhibición ha llevado a buscar itinerarios más llamativos, con enormes tribunas que más se asemejan a un 'tronódromo' que al recogido recorrido de una estación de penitencia. Paradójicamente, toda esta eclosión de supuesta religiosidad a la que estamos asistiendo coincide con un aumento de la secularización de la sociedad, donde aumentan los matrimonios civiles, escasean las vocaciones religiosas o disminuye la asistencia a los actos litúrgicos.

A esta contradicción hay que añadir el afán protagonista de determinados políticos que han visto en este tipo de manifestaciones un magnífico momento para hacerse notar ante la ciudadanía. Resulta hasta chusco y ridículo ese pugilato entre los ediles del Ayuntamiento pugnando por aparecer al pie de algún trono tocando la campana o portando las andas siempre en la cabeza del varal para hacerse bien visible que es el objetivo. Este afán de vanidad y notoriedad es ilimitado y, si nadie lo remedia, estos políticos terminarán por sentirse los protagonistas de los desfiles. Llegados a este extremo, los dirigentes de las cofradías o las autoridades eclesiásticas deberían poner freno a estos excesos. A todos ellos les corresponde saber mantener esta tradición en sus justos límites, poniendo fin a este abrumador expansionismo, porque no son los dueños absolutos de los espacios de la ciudad ni de sus sentimientos.

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