La serendipia es un efecto afortunado e inesperado que acontece cuando uno va buscando otra cosa distinta y menos gozosa que la que se acaba encontrando: un azaroso regalo del destino. De serendipia están hechos no pocos progresos humanos. Eso puede estar sucediendo con la llamada "España vacía" (suele decirse "vaciada", con un punto de intencionalidad y culpa). El centro rural de la piel de toro, que el curso de la economía y la historia ha ido arrinconando y condenando en favor de la costa y las metrópolis históricas, se despuebla, languidece y envejece desde hace décadas. El más claro síntoma de esa postergación son los intolerables y frecuentes apagones de internet en los pueblos, que dicen poco de la a veces muy marketiniana responsabilidad social corporativa de las operadoras telefónicas -no digamos de los gobernantes que miden sus esfuerzos en votos-. Sin 5G, por ejemplo, no habrá economía que se precie. Por no hablar del coste extra que para los habitantes de poblaciones pequeñas tiene el hecho de desplazarse, acudir al médico, recibir formación o disfrutar de la cultura: la "discriminación positiva" que se prescribe en la política correcta de las desigualdades de género debe reorientarse a las desigualdades territoriales. Quizá esta epidemia que tiene a los países con las rodillas temblando propicie la serendipia de hacer justicia con un mundo rural de pocos empadronados, y marginado. Marginado: la democracia es limitar las injusticias, o no es nada más que palabrería.

El turismo rural resulta de repente agraciado en este momento sin precedentes de convulsión por el ataque del coronavirus. Un suceso que va de la mano de la necesidad de recurrir, por seguridad, al turismo interior o nacional ante un cambio radical del concepto de viajar por ocio. Mientras que en las ciudades y los paraísos virginales (piensen en Praga, Florencia, Lisboa, Barcelona; qué decir de Formentera, las playas del Estrecho en Cádiz) se desnaturalizaban engordando y reventando sus hígados con riadas de turistas y apartamentos turísticos pastoreados por las aerolíneas low cost como ocas con poco futuro económico, los pueblos del interior caían en el olvido. No es aventurado decir que los excesos de los destinos que han convertido a muchos municipios en yonquis del turismo pueden reconducirse por un camino de redistribución y naturalidad hacia las postergadas poblaciones rurales. Si la serendipia es el azar benéfico, la justicia poética premia a la virtud y la bondad ecológica -sí, se trata de eso- frente al desatino de las masas y la concentración excesiva.

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