¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

Sublime vejestorio

La condesa viuda de Grantham representa la vejez que muchos veneramos. Nunca juega a ser joven

No sé si han visto la ya muy veterana serie de televisión Downton Abbey. Es uno de esos relatos sobre las relaciones entre señores y criados en el bucólico paisaje de la Inglaterra rural. Con algunos anacronismos llamativos, Downton Abbey nos cuenta el crepúsculo de la aristocracia victoriana, cuyos códigos saltaron por los aires en las trincheras de Verdún y el Somme. Aunque todavía faltaba mucho para la prohibición de la caza del zorro, después de la carnicería de la Gran Guerra ya casi nadie estaba dispuesto a seguir con aquel mundo que aún guardaba ribetes feudales, aunque más civilizado y humano que el que surgiría de la Revolución Rusa. La verdad es que la serie se deja ver con ese sentimiento culposo con el que se siguen los culebrones y hasta llega a atraparnos con sus conspiraciones maquiavélicas de lacayos ambiciosos y ayudas de cámara capaces de esconder una cajita de rapé para culpar de robo a su rival en vestir a milord. A nuestro modesto entender, Downton Abbey se mantiene por tres personajes: el señor Carson (Jim Carter), ejemplo del perfecto mayordomo con síndrome de Estocolmo; Lady Mary, interpretada por Michelle Dockery, una mujer de una belleza gélida y gatuna, cuya presencia ralentiza el tiempo y acelera los corazones de los hombres soñadores; y la inolvidable y divertidísima condesa viuda de Grantham, encarnada por la octogenaria Maggie Smith. Es esta última la que realmente aviva el interés de la serie. Cada vez que aparece en escena todo adquiere una chispa y un brillo especial. Vejestorio impertinente y clasista, representa los antiguos valores victorianos que se están derrumbando, proceso que ella sufre con indudable flema británica, mezcla de estoicismo, acidez dialéctica y un sentido del humor que roza el gamberrismo. Sin embargo, lo mejor de sus diálogos -que alguien debería recoger en un libro y titularlo algo así como Manual para sobrevivir al fin del mundo- es esa extraña lucidez que a veces exhiben algunos reaccionarios irredentos.

La condesa viuda de Grantham representa la vejez que muchos veneramos. Nunca juega a ser joven, pero es consciente de que la veteranía es un grado y le da el derecho a intervenir en los asuntos familiares para, desde la experiencia y el realismo, imponer la cordura en las cabezas de chorlito que le rodean. Sabe también que su edad le obliga a la dignidad y a no dejarse arrastrar por las modas de los jóvenes, siempre ridículas y pasajeras. Juega el papel del sabio, no el del experto en marketing. Su corazón es a veces gema y a veces espuma. Y se lo agradecemos.

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