AL menos quince personas perdieron la vida en el atentado perpetrado a mediodía de ayer en la populosa plaza Jemaa El Fna de Marraquech, el más emblemático espacio turístico de Marruecos. La primera hipótesis tras la explosión, que la atribuía a un escape de gas, fue pronto descartada por el portavoz del Gobierno marroquí para confirmar que se trataba de un acto criminal de autoría terrorista. Algunos testigos aseguran que un hombre pidió un zumo de naranja en una cafetería de la plaza, se adentró en el local y, a los pocos instantes, se oyó la detonación. Entre las víctimas mortales se encuentran ciudadanos extranjeros, sobre todo franceses (seis), lo que sugiere que el objetivo de los terroristas apuntaba directamente al turismo, dada la condición de este recinto, habitualmente colapsado por una multitud de visitantes y nativos. Este ha sido el atentado más mortífero que ha sufrido Marruecos desde los registrados en Casablanca -uno en la Casa de España-, en el año 2003, en el que fallecieron cuarenta y cinco personas. Se produce en el contexto de una intensa agitación social materializada en numerosas manifestaciones de protesta en las ciudades marroquíes y a la que Rabat ha respondido con tímidas reformas aperturistas y algunas mejoras salariales concedidas a los funcionarios. Al igual que aquella acción terrorista del pasado año 2003, la de ayer parece relacionada con el fundamentalismo islamista, que vuelve a hacerse presente en una nación que es considerada por el mundo occidental como fiel aliada y dique de contención contra el terrorismo integrista. Todavía es pronto para conocer con exactitud el origen y la dimensión de la organización que está detrás de la explosión de Jemaa El Fna, pero no para reavivar la alerta general que implica a los servicios de Inteligencia y Fuerzas de Seguridad de los países vecinos, y entre ellos España, que ha experimentado en carne propia la barbarie y la sinrazón de un terrorismo que se ha instalado en Europa y que golpea cada vez que puede.

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