La ciudad y los días

carlos / colón

Tiempo y silencio

COMO este agosto ha sido tan caluroso en las habitualmente frescas costas de Huelva, dormía todas las noches con el ventanal de la terraza del dormitorio abierto de par en par y las cortinas descorridas. Así la luz del faro, como si fuera el cuarto de Judy Barton en Vértigo, iluminaba débilmente la habitación a intervalos serenamente regulares. Al romper el día el Coto entero se metía en la habitación -sobre todo una de las últimas mañanas, tras la breve tormenta nocturna con más rayos que lluvia- y dos mirlos majaretas se posaban en la ancha parte exterior de la barandilla de la terraza emitiendo los más extravagantes y divertidos silbidos y gorgoritos. Cuando sobre las siete la luz obligaba a echar la cortina se iban volando con aleteos indignados, poniendo fin a su loca serenata matutina. Sabios ellos, desconfiaban de los bípedos.

Esta noche primera de septiembre la luz del faro seguirá iluminando a intervalos regulares la terraza y tal vez, a través de las junturas de las cortinas, también las habitaciones vacías, las camas hechas, el orden perfecto y triste de los apartamentos cerrados. Imagino la quieta oscuridad callada, débilmente iluminada por el breve latido de luz mientras el silencio agiganta el voluntarioso tictac del viejo despertador. Los mirlos locos podrán hacer todo su repertorio de extravagancias sin que nadie los moleste. Como todavía quedarán afortunados vecinos que disfruten de septiembre, hacia el mediodía a las habitaciones que dan al jardín llegarán los ecos de juegos de niños y al lavadero, los tan confortantes sonidos de las cocinas que se abren al patinillo interior en el que aún se mecerán algunas ropas tendidas. Caerá la tarde, llegará la noche cada vez más temprana y otra vez la luz del faro será el único latido del piso. Así un día y otro. Una noche y otra.

Hasta que termine septiembre y el bloque se vacíe, arrecien los vientos haciendo vibrar los cordeles de los tendederos vacíos, en los pisos cerrados se oiga el repiqueteo de las primeras lluvias y todo quede sumido en ese "silencio vertiginoso, el silencio absoluto de las esperanzas inútiles" del que escribió Joseph Conrad en Victoria, que este agosto he releído allí. Cuál sea en este caso la esperanza inútil está claro este primero de septiembre: la de, no ya vencer, sino tan siquiera lograr que el tiempo avance al trote y no a este galope desbocado. Finis gloriae aestatis.

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