Fue la mismísima peste negra o bubónica; que, mediado el siglo XIV, arrasaba Europa, después de haber eliminado tres cuartas partes de la humanidad, desde el lejano oriente asiático hasta el oeste y sur de Europa; la que obligó, según justifica el gran Giovanni Boccaccio en su Decamerón, a un divertido grupo de jóvenes amigos a recluirse en una casa de campo, en las afueras de Florencia y allí, para matar el tiempo, mientras remitía la mortal invasión, fueron relatando cien cuentos, más o menos largos y de distinta temática, desde la fortuna y el ingenio humano hasta el amor considerado de muy diversas formas. Si aquel encierro fue adoptado por voluntad propia de aquellos jóvenes italianos, esta reclusión mayor de ahora lo es impuesta, pero con la misma pretensión de salvar nuestros pellejos de la enfermedad e incluso de la propia muerte.

Y en medio de todo ello, recluidos hoy en un palacio -el de La Moncloa- toda una serie de políticos, amantes irredentos de los atriles, los fotocoles y las cámaras de televisión enfrente, nos van contando todos los cuentos de ahora que se les van ocurriendo, sin la gracia ni inventiva de Boccaccio y desde su abultado desconocimiento del meollo en el asunto. Mientras, los sabios de verdad, son relegados a programas de la TV privada. Así, los mandamases, en vez de relatar las cosas uno solo de ellos -por esos a los que llaman portavoces- nos van "engordando el perro", que así se decía en periodismo cañí y se nos muestran de cuatro en cuatro, en interminables y farragosos discursos alternos, con los que se afanan en convencernos de sus supuestas sabiduría, capacidad y eficacia. Como si no los conociéramos de antes.

Antes, no quiso saber nada o casi nada, este Gobierno, plagado como ningún otro anterior, de aficionados al embuste con trajes caros de Dutti o de Verino y de demagógicas señoras que dicen ser de ideología social comunista -eso sí vestidas y muy puestas a la última de Valentino, Oscar de la Renta u otros de la aguja y de la tela cara- y se afanan en minimizar este desastre que nos envuelve y que, con asombrosa facilidad, tumba a zagalones o mata invicto a todos los viejecillos que por delante se le ponen.

Pero a ellos, esos políticos que no saben hacer otra cosa, les fascina relatar la desgracia a cuatro voces -o a cinco, si se terciase- y así van ensayando para cuando háyase de cantar alguna misa funeral, cuando pase todo esto, sin que hayan sabido calibrar, ninguno de ellos, que pese al trato especial que recibiesen -como lo es con los señores de Galapagar, traviesos marqueses de La Casta- están todos ellos, todos, en el mismo bombo de la mala suerte en el que nos encontramos nosotros. ¿O no?

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