¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

Triángulo rojo

Seguir reivindicando una ideología que supuso millones de muertos y años de tiranía no es un error, sino una inmoralidad

La cicatriz que Yuri Gagarin tenía sobre la ceja izquierda no fue producto de un accidente de vuelo, sino que tuvo un origen más prosaico y divertido. Un día de septiembre de 1961 estaba disfrutando con su amante en un centro turístico del Mar Negro, de esos reservados para la aristocracia roja (no sólo los Borbones tienen marquesas), cuando apareció su enfurecida mujer. El piloto, forjado en vuelos extremos en la frontera entre la atmósfera y el espacio, saltó por la ventana, tal era el miedo que le tenía a la camarada y esposa. Los héroes de la Unión Soviética también tenían bragueta. En eso no han cambiado mucho las cosas.

Gagarin fue uno de esos grandes logros de la propaganda soviética, como la perrita Laika o los rubicundos y sonrientes niños campesinos. Con ellos se transmitía a Occidente la imagen de un paraíso que compraba sin ningún sentido crítico la crème de la crème de la intelectualidad progresista europea. Pero aquellos eran otros tiempos y tampoco nos vamos a poner a leerle la cartilla a los difuntos. El problema es que hoy en día hay gente joven que sigue comprando esa mercancía averiada y tóxica. Incluso algunos son ministros. Y continúan con un relato que se repite como una mala digestión española. Por ejemplo, durante el reciente centenario de la llamada Revolución de Octubre, algunos volvieron a vender lo que fue un golpe de violencia comunista contra un Gobierno democrático, formado por liberales y socialistas, como un acto supremo de la emancipación del hombre. Falso de toda falsedad. Pero ahí está el mito. Y los loros para repetirlo.

Entre los neocomunistas se ha puesto de moda llevar en el ojal de su americana ministerial un triángulo rojo invertido, ya que exhibir la hoz y el martillo resultaría hoy pornográfico. Este símbolo fue con el que los nazis marcaron en sus campos de concentración a los presos políticos, entre los que no sólo hubo comunistas, sino también anarquistas, socialdemócratas e, incluso, nazis disidentes de la rama strasserista. Pero en la actualidad es el emblema del movimiento Antifascista, concepto siempre resbaladizo y manipulable, como bien sabían en los laboratorios políticos de Stalin. Muchos de esos comunistas presos fueron tipos heroicos que murieron por la promesa de un paraíso que fue infierno. Todos tenemos derecho a equivocarnos cuando lo hacemos con nobleza. Y más si pagamos con nuestra vida. Pero hoy ya no hay excusas para ese yerro. Seguir reivindicando una ideología que supuso millones de muertos y décadas de tiranía e intentar aprovecharse del aura que tienen las víctimas del Holocausto no es un error, sino una inmoralidad.

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