Resulta significativo que entre los argumentos favorables a la construcción del hotel del Puerto destaque el atractivo que previsiblemente ejercerá la torre entre el turismo de lujo. A la hora de enumerar sus parabienes, el presidente de Aehcos, Luis Callejón, subrayó hace unos días que el perfil del visitante que se alojará en la futura infraestructura responderá a "un nivel adquisitivo elevado". Seguramente, la llegada de futuros cruceristas de lujo permitirá una compensación respecto al otro turismo bastante menos glamuroso que ha convertido el centro en un hervidero de apartamentos turísticos, disparando de paso el precio de los alquileres hasta niveles insostenibles. De cualquier forma, parecería una imprudencia, cuanto menos, cerrar la puerta a una vía de acceso tan notoria para que sean los turistas de mucho parné quienes vengan aquí a dejarse los cuartos. Sin embargo, para ser honestos, también habría que hablar de los costes: por una parte, los que afectan a los ciudadanos que perderán la opción de contar en el área portuaria cedida a la construcción con un equipamiento para su uso y disfrute; y, por otra, los que comprometerán el perfil urbanístico de Málaga, con una transformación radical e irreversible del mismo en una altura que soslayará buena parte de sus elementos más reconocibles. Sería interesante considerar la función de los espacios públicos, bajo exigentes premisas de calidad, como atractivos turísticos, una cuestión que precisamente ha prodigado la metamorfosis de no pocas ciudades europeas (en su gran mayoría con un notorio pasado industrial) en centros de interés para muchos visitantes con criterios de sostenibilidad. Este debate ni siquiera se ha planteado en Málaga, donde las posibilidades recaudatorias cortoplacistas diluyen sin remisión cualquier posible objeción o matiz. Que la inversión procedente del turismo resulta vital para Málaga nadie lo discute, pero, ya que nadie pone sobre la mesa alternativas de ningún tipo, lo más honesto sería aclarar a qué precio van a producirse esas inversiones y permitir que se abrigue una reflexión sobre qué proyectos son realmente rentables, en la mayor amplitud del término. ¿Podría obtenerse el mismo beneficio con menos coste social, ambiental y urbano levantando otro hotel en otro sitio?

En cuanto al turismo de lujo, convendría recordar que no hablamos sólo de guiris con las tarjetas de crédito a rebosar, sino de un modelo concreto. Y que éste presenta unas connotaciones bien sui generis: cuando alguien paga por un viaje de lujo, lo que espera es que todo lo va a encontrar en sus días de asueto se corresponda con esta categoría. De ahí que las ciudades que en su momento apostaron sin fisuras por este modelo hayan destinado parte de sus recursos a estos visitantes con rango de exclusividad y la consiguiente privatización de playas, áreas urbanas y equipamientos; algunas, incluso, han terminado por convertirse en su integridad en recintos de lujo para turistas (en el mismo litoral Mediterráneo abundan ejemplos) sin oportunidades de esparcimiento para sus habitantes (quienes, a cambio, tienen seguro más facilidad para encontrar empleo en la hostelería). ¿Es este el modelo que queremos para Málaga? Por ahora, la calle Larios y buena parte de su entorno funcionan ya como un centro comercial de caché elevado. Que siga la fiesta.

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