EN esto de las normas, yo tiendo siempre al pragmatismo: si existen, que se cumplan; y si nos las pasamos desahogada y permanentemente por la entrepierna, que desaparezcan. El mejor ejemplo me lo acaba de servir la gamberrada del Camp Nou. Establece el artículo 543 del Código Penal que "las ofensas o ultrajes de palabra, por escrito o de hecho a España, a sus comunidades autónomas o a sus símbolos o emblemas, efectuados con publicidad, se castigarán con la pena de multa de siete a doce meses". Y un cuerno. Aquí todo el mundo da por bueno que se trata de un mandato de atrezo, que no sé qué pamema de la libertad de expresión está por encima de tan decorativo precepto y que vale, y hasta es un signo de pluralismo, hacerse aguas menores y mayores sobre trapos, escudos y músicas.

Llegados a tal punto, lo que no podemos es mecanizar las reacciones: ellos pitan, nosotros hacemos como que nos enfadamos, no se toma medida alguna, el alboroto dura tres o cuatro días y así hasta la próxima. No deja de ser de una memez sobresaliente. No puede, además, pedir respeto quien acaba no teniéndoselo a sí mismo: es abracadabrante que el jefe del Estado se coma el marrón de la burla -estoicamente, alaban algunos- y no tenga la dignidad (que, en tanto que nos representa, es la de todos) de irse del estadio. Quedándose no arbitra ni modera, sencillamente colabora y, en la medida en que no mueve un músculo en señal de desaprobación, participa.

Cabe que se hagan los análisis que se quieran: que de este modo la repercusión internacional se modera, que se trata de una ruidosa minoría, que hay que mantener una fluida relación institucional y cuantas estupideces se nos ocurran. Pero la conclusión es inevitable: ellos se ríen, nosotros tragamos, las reglas se incumplen y aquí paz y después gloria.

Al menos deberíamos echarle un poquito de imaginación al rito. ¿Por qué la Copa de marras no se entrega en Zarzuela? Ustedes juegan, Felipe se ahorra el disgusto y, al día siguiente, con el boato necesario, previa audición solemne del himno en su versión larga, entrega en palacio el trofeo a quienes, tras ganarlo, acudan a recogerlo. A mí me parece una óptima solución: quien algo quiere, algo le cuesta. Bramen lo que les apetezca, hagan gala ad libitum de lo que son, pero si desean la recompensa, pásense por Madrid. Así la legalidad sale indemne, el Rey no hace el caraja y, justo lo estimo, nos la mamamos un ratito cada uno.

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