ANTE la crisis de los años 30, el presidente norteamericano Franklin Delano Roosevelt decidió aplicar las recomendaciones del economista Keynes. Otros economistas habían puesto a Keynes a caer de un burro pues defendía que el Estado se endeudara, hasta las cejas si se terciase, para crear puestos de trabajo en obras públicas. Así los contratados se ganarían los garbanzos y los productores de garbanzos harían dinero vendiéndolos. Los garbanceros podrían pagar más impuestos, con lo que el Estado recuperaría lo que gastó. Al final se logró una red de embalses y carreteras, los obreros comieron, los empresarios también y el país, aunque no llegó a saldar su deuda, salió adelante. Después de todo, la situación ideal del Estado es la morosidad.

Ante la crisis de comienzos del siglo XXI, el presidente español José Luis Rodríguez Zapatero decidió aplicar políticas de inversión pública. Algunos economistas dudaban de que esta medida sirviese; las teorías de Keynes no habían tenido éxito en la crisis de los 70, pues el Estado del bienestar se había salido de madre; ya gastaba muchísimo en educación, sanidad o protección social. El Gobierno español decidió apoyar a los bancos para que prestasen dinero y a los ayuntamientos para que contrataran trabajadores en obras públicas.

Ante la crisis que empeoraba por momentos, los bancos renunciaron a prestar dinero: temían que no volviese. Las obras municipales consistían en destripar aceras para volverlas a recomponer. En Málaga, infraestructuras como la ronda este, el tren litoral o los sistemas de saneamiento se quedaron en volandas; si un ayuntamiento quería acometer grandes proyectos, no encontraba fondos. Los negocios cerraban y aunque en verano se contrataban espeteros, el paro crecía. El genial Keynes se ha quedado viejo, el genial Roosevelt ya no es más que una referencia simbólica y a Zapatero, al que aún quedan quienes lo consideran un genio, le ha pasado como a los otros dos.