EN los últimos días he escuchado, quizá por meter las narices donde no me llaman, varios comentarios tipo "qué ganas tengo de que llegue la Feria para que nos olvidemos de tanta crisis y nos distraigamos un poco". En serio. La gente va diciendo esas cosas por ahí mientras guarda cola en Casa Mira para pedir un cucurucho de menta chocolate. En fin, los impacientes andarán a estas alturas frotándose las manos, que ya falta muy poquito, y por más que este año la cosa pierda un día y el sábado de turno toquen retirada habrá seguro oportunidad para el desmadre. Y tampoco faltan los analistas que adivinan lo que se va a gastar cada hijo de vecino en nubes de algodón y en hamburguesas Uranga, tanto por ciento menos que el año pasado. A un servidor le volverá a hacer poca gracia tener que invertir cuarenta minutos más de media para regresar a casa a pie (olvídense del autobús) y toparse con escenas desagradables como borracheras descomunales y peleas a puñetazo limpio, todo sin salir del centro. Aunque, cuando se tienen hijos, uno asume la responsabilidad de convertir lo horrible en invisible y buscar la gracia donde a duras penas se encuentra. Lo peor de todo, sin embargo, será asistir al triste espectáculo de la Málaga orgullosa de sí misma, la que luce su estandarte y su abanderado, la que pavonea su idiosincrasia y su singularidad, la que se queja de lo poco que sale en Canal Sur y la que afirma con rotundidad que la Feria de Málaga es mucho mejor que la de Sevilla, que allí no dejan a nadie entrar a las casetas. Cuando todo eso ocurre y esas voces ganan cada vez más púlpitos mientras los lugares más hermosos de esta ciudad se caen a pedazos sin que nadie ponga remedio, dan ganas de pasar la Feria de Málaga en Madrigal de las Altas Torres, que a lo mejor allí hace fresquito. A las juergas les pasa como a los momentos de pánico: cada uno se revela como es. Esperemos que, al menos, no haya que echar de menos la civilización.