De pequeño, y no tanto, narraba los partidos de fútbol mientras los veía. Por la noche, con todos en la casa acostados, hacía crónicas de algunos de ellos; también escribía historias sin saber bien por qué. Aquel imponderable que me movía, yo no lo sabía, se llamaba vocación. Y me susurraba al subconsciente que quería ser periodista deportivo (ahora, con los años, me pregunto si no era el premio de consolación para un escritor frustrado). A punto de cumplir los 41 no existe un día en el que, en horario laboral o no, no escriba sobre algo.

Si la vocación fuera física, sería un compuesto líquido hecho a base de adrenalina y veneno con un carril propio dentro de las venas. Los mejores y peores recuerdos que te deja el periodismo son consecuencia suya. Queda mucho en la lucha por levantar la profesión (abolir los calendarios esclavos del trabajador, pelear por un mínimo salarial decente, la multifuncionalidad que enmascara el abuso empresarial de no reforzar otros puestos de trabajo en el medio), pero no existe el periodista de oficina. La profesión no se queda al otro de la puerta, es un bicho que te acompaña siempre. Incluida la cama.

El paso de los años ha desvirtuado la vocación. O directamente, ha pasado a ser especie en extinción. Cada vez más los jóvenes han camuflado en la lucha por dignificar las condiciones laborales su ausencia de ganas y de amor propio por el periodismo. Ser periodista se ha convertido en un trabajo como otro cualquiera. Y he ahí el problema: como la enseñanza o la medicina, nunca debería serlo. Podríamos debatir cuál es el oficio más bonito del mundo, aunque la endogamia no lo fomentaría. Aunque todos son necesarios en la correa social, algunos trascienden. Enseñar a un niño a hablar y escribir, curar a un enfermo o mover las emociones con disciplinas artísticas van más allá del concepto profesión. Como el periodismo, que es el biógrafo de la historia.

Hoy en día, en plena pandemia, con el propagandismo moviendo las redes y el periodismo herido de muerte, la salvación pasa por la vocación. Lastimosamente, el tiempo me va poniendo por delante una juventud rendida y, además, equivocada. Que quiere opinar cuando aún no ha aprendido a escribir. Que escribe más de lo que lee. Que lee más tweets de sus amigos que textos de sus colegas de profesión. Faltos de iniciativa, sobrados de excusas. Hijos de la tecnología incapaces de asumir el cambio continuo.

En suma, gente que me recuerda a esos profesores que solo lo son porque el funcionariado deja un sueldo fetén y unas vacaciones de categoría, no por la bonita labor que tienen entre manos. O quizá el equivocado sea yo. Porque si el periodismo nació para contar los hechos de su entorno, puede que esta vocación marchita sea la mejor narración posible de la sociedad indolente que tenemos. Dejo esto por escrito para que algún día conozca a uno que me demuestre que estaba equivocado. Al menos con él.

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