Llegaron el otro día las tarjetas del censo del Instituto Nacional de Estadística y al abrirlas me encontré con que nos han cambiado de colegio electoral. Mala noticia: el lugar en el que votamos desde hace ya un montón de años, una peña vecinal amable, de ambiente acogedor y distendido, donde nada más entrar te asalta el aroma a magro con tomate o a callos o lo que caiga en la cocina y donde nada más ejercer el derecho al voto puedes tomarte una caña en la barra para encauzar el domingo en la corriente deseable, era el lugar perfecto. Nos pillaba justo al lado de casa, el sitio ideal para, cuando votamos temprano, que es lo habitual, enfilar luego hacia alguna cafetería del barrio y desayunar a gusto. Pero ahora, cosas de los índices y las fluctuaciones de población, nos mandan a un centro de mayores que ni nos pilla de paso ni nos coge especialmente cerca, donde no hay nada interesante en su entorno (y mucho menos en jornada festiva) y en el que sólo se puede hacer eso, votar. Y al encontrarme la dirección impresa interpreté la señal como una invitación más a la abstención: es decir, no tengo más remedio que volver a votar a los incapaces de siempre, a cualquiera de los que se han dedicado poco más que a contaminar todo el tiempo, meter cizaña, obstaculizar cualquiera de los mil proyectos urgentes e imprescindibles, envenenar los debates y despachar con la más absoluta falta de ética a los adversarios. Pero es que, encima, me mandan a hacerlo a la quinta puñeta. Y seguro que no me dejan entrar con la perra. Comprenderán entonces que me entraron ganas de hacer una bola con la tarjeta del censo y arrojarla al contenedor más próximo. Va a ir a votarles su santa madre, en fin. Ya me dirán a qué se aferra uno con esta campaña que tenemos. No queda nada parecido a lo menos malo: antes cabía votar tapándose la nariz, ahora este gesto ya no tiene ningún sentido. La devaluación y el empobrecimiento de la democracia han llegado a tales extremos que lo más deseable es quedarse fuera, lavarse las manos, no, que no cuenten con nosotros. Por una mera cuestión de dignidad personal. Por supervivencia. Y sin embargo...

Sin embargo, esto es justo lo que quienes más partido han sacado de la inestabilidad y del desgobierno, ya sean quienes tuvieron a tiro armar un pacto o quienes nunca hubiesen entrado por semejante aro, pretenden y desean: un porcentaje significativo de abstención que confiera carta blanca al mismo saqueo. Es cierto que el mazazo de las últimas elecciones fallidas entraña una recuperación difícil; también que, seguramente, por primera vez en democracia hay una mayoría de españoles que no se siente identificada ni reivindicada en las opciones políticas hoy vigentes. Pero el último episodio relacionado con perfiles falsos a cuenta del PP revela hasta qué punto es la abstención un ardiente objeto de deseo en una partitocracia incapaz de sostenerse a sí misma y, más aún, de gestionar los problemas y encontrar soluciones. Es decir, de hacer su trabajo. Por más amargo que resulte escuchar a los candidatos pedir el voto cuando sus actuaciones reclaman justo lo contrario, conviene votar. Darles un susto. A ver qué pasa.

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