A pesar de esta época que nos toca atravesar, me vais a perdonar que lo diga así, sin anestesia ni metáforas: cuando te mueres, todo se acaba. Cierras los ojos y entras en la oscuridad más insondable. No hay paraísos, no hay reencarnaciones. Hay una caja bajo tierra o un ánfora llena de cenizas. Como persona totalmente alejada de las religiones, no me queda otra que vislumbrar la muerte como la nada. Y no seré yo quien juzgue a quien defiende la idea del más allá, pero me considero fiel defensor del más acá. De lo que hoy tenemos sin saber hasta cuándo.

Tengo la sensación de que pensar en que hay algo alternativo nos relaja mientras nos late el corazón. Puede que ese pensamiento consuele a los que creen en un dios, que les haga las penas del día a día más llevaderas, pero a mí me da que lo realmente consigue es quitarnos foco de la vida carnal e intensidad para aprovecharla. Pero sí que me parecen muy interesantes los conceptos de cielo e infierno.

Una vez, en uno de estos artículos, propuse imaginar el edén como una sucesión de libros que has leído en tu vida y en los que puedes discurrir de manera infinita saltando de un personaje a otro. Pero si realmente tuviera la potestad de crearlos, no los modelaría como premio inagotable para la bonhomía y castigo eterno para los perversos. No crearía un edén para que esas buenas almas pastaran cual rebaño entre nubes de paz y sonidos de arpas. El cielo debería ser un mundo que nos permitiera canjear las preguntas que no hicimos, las dudas que se quedaron pendientes, los trenes que perdimos por culpas ajenas. Vivir una nueva vida en la que escogiéramos la carrera que desechamos por estudiar la que emprendimos. En la que recorrer un camino diferente si le hubiéramos dicho que no al amor de nuestra vida, o hubiéramos tenido el valor de decir que sí a aquella cita. Si nos hubiéramos armado de coraje para coger aquel trabajo en otra ciudad. Si nuestro amigo no hubiese cogido el coche aquel sábado funesto. El cielo debería ser la posibilidad de disipar todas esas interrogaciones que asaltan en el lecho de muerte.

Y el infierno lo concebiría como un sanatorio o rescate para aquellos que no tuvieron la suerte de una vida normal. Sería una academia de educación y formación para machistas y violadores. Una fábrica de caricias y mimos para aquellas personas que encontraron en la violencia su única respuesta para una vida injusta. Unos padres maravillosos para aquellos hijos de familias desestructuradas que acabaron convertidos en perfectos psicópatas. Un patio de recreo después de haber vivido entre unos barrotes que nadie pidió en su nacimiento.

Quizá sea una idea ñoña, pueril. O quizá lo fácil sea abandonarse al pensamiento de que un dios nos dará en el paraíso todo aquello que creemos merecer o no nos atrevemos a surcar. Yo, como cliente VIP de la carne y el hueso, veo cielos e infiernos terrenales a diario, y veo que hacen falta otros que no llegan. Y veo la pena de mucha gente que le pone más fe al consuelo que imagina más allá de la muerte que al saco de oportunidades que tiene más acá, en su vida.

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