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Suele decir un amigo: “los perros son las mejores personas que conozco”. Lo suelta cada tanto, con esa forma en que repetimos nuestros clichés. Lo dice a sabiendas, y como si fuera la primera vez. Más bien diría uno que, con esa revolucionaria afirmación, él recuerda que la verdadera maldad sólo puede ser humana. ¿Es indigno o trivial amar con mayor intensidad a lo que hoy llamamos una “mascota” que a los propios congéneres, más a los desconocidos, y que sus dueños teman por su bienestar y los añoren? Poder, se puede: hay ciudades con más perros con chip en la oreja que niños censados. Pero, más allá de poder, ¿se debe? ¿Es legítima tal preferencia, ya puestos a ponernos estupendos? Claro. Allá cada uno. Sin salpicar.
Hay quienes no dudan de que su amor por los propios críos sea un sentimiento superior del que otros sienten por su perro o sus gatos. Aunque los hijos que no les son propios les importen un perfecto comino, dado el caso. Que te fastidie ver a dos chihuahuas siendo paseados en un carrito por su embelesado propietario puede ser igual de fastidioso que, para otros, soportar a críos asalvajados por progenitores ineducados. A la grande: ¿somos los humanos el objeto de la Creación? Demasiada pregunta y desmesurada conjetura, sobre cuya certeza se construye, por ejemplo, el Derecho, entre otros magníficos artefactos humanos.
Cabe sentir desgana ante la cantinela de que a los animales domésticos se los maltrata y desnaturaliza viviendo en un piso. O que no cotizarán para las futuras pensiones. Un argumento este último que, sin duda, merece más respeto que el antropocentrismo antimascota, un humanismo que suele ser de garrafa, que presumiblemente deja de lado que la crueldad perversa y su fatal criatura, la guerra, son desechos morales, o sea, humanos. “¿Tú tienes perro ni na?”, decía aquella canción nada fina. Yo, puestos a testimoniar, no lo tengo.
No eran misántropos ni “animalistas” quienes, con el desarrollo español de finales del XX, comenzaban a emular a los Windsor amando al prójimo cuadrúpedo así como a sí mismos. Con pureza de raza y pedigrí; o chuchos, o galgos salvados de la horca. Gente corriente que encauza sus afectos, el regalo de dar y recibir lealtad y ternura. Que quizá come filete de cerdo y atún en lata, o practica la caza. No hace falta ser Francisco de Asís para hacerse responsable de un animal y convertirlo en alguien familiar: sí es un canalla quien lo agrede o abandona. Pero tampoco es de recibo erigirse en juez de los amores de otros, de sus amores perros (título de una terrible película de González Iñárritu, que, sobre lo antes dicho, es casi casual).
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