PASEABA el otro día por la calle Alcazabilla, o lo que queda de ella, cuando un caballero pródigo en canas sentenció a sus acompañantes, con acento del valle de Los Pedroches: "Aquí pasa como en Córdoba: los muertos se comen a los vivos". Caray, pensé, el anunciado Plan 9 del Espacio Exterior ya está en marcha: tanto fantasear con los zombis, tanta película de George A. Romero, tanta delicia caníbal salpicada de gore en sesiones de madrugada practicadas como el 'no va más' en lo que a experiencia cultural se refiere, y los teníamos en nuestras narices. Conviene prepararse: desde la necrópolis musulmana que rodea la Alcazaba hasta la soberbia atalaya de Parcemasa, los egresados de todos los siglos andan dispuestos a aguarnos la fiesta. Pronto, el alcalde hará su valoración de la situación: algún portavoz de la oposición debe haberse puesto hasta las cejas de practicar vudú o firmar siniestros pactos con extraterrestres. Son capaces de cualquier cosa, dirá, con tal de hacerse con el Gobierno municipal; hasta perturbar el sueño eterno de los difuntos, que seguro votan al PSOE. Eso sí, por si había pocos parados, una ingente turba de muertos vivientes, sin oficio reconocido y sin cotización a la Seguridad Social, se dispone a triplicar la cifra oficial de desempleados en la ciudad. Mientras el resto de España se jubila feliz a los 67 años, los supervivientes malagueños se darán con un canto en los dientes para hacerlo a los 85.

Superado mi delirio, comprendí que el señor se refería al modo en que intervenciones arqueológicas como la del Teatro Romano condicionan el urbano trasiego cotidiano. Pero no debía fiarse de las apariencias: un paseo por el Perchel, la Trinidad y el Centro le bastará para convencerse de que en la Ciudad del Paraíso los vivos se perpetúan sin señas de identidad y de los muertos nadie se acuerda. Alguien confundió aquí el vaciado de la memoria con el progreso. Lástima: los zombis encontrarán en nuestros cuerpos un corazón desencantado.