la tribuna

Javier De La Puerta

La automutilación económica de Occidente

TODO puede empeorar. Las previsiones más sombrías parecen a punto de cumplirse. La economía global es hoy un trimotor -EEUU, Europa y los países emergentes-, y podrían estar fallándole los tres motores a la vez. Los dos primeros ya estaban averiados, por los efectos de la crisis financiera de 2008, transmutada en 2010 en crisis de la deuda. El tercero -las sobrecalentadas economías de China, India, Brasil, Turquía, etcétera- echa humo y está en peligro de incendiarse (inflación fuera de control): hay que restringirle el combustible, subir los tipos de interés, restringir el crédito y controlar los flujos externos de capital. Si uno de los tres motores se frenara en seco, el aparato se desequilibraría, arriesgando un aterrizaje accidentado. Pero si dos de los tres dejaran de funcionar, el aparato de la economía global se estrellaría. Esto podría ocurrir por cualquiera de estas tres circunstancias: 1) suspensión de pagos del Tesoro de EEUU por falta de acuerdo en subir el techo legal de endeudamiento; 2) impago de Grecia y/o huida masiva de los inversores de la deuda italiana o española provocando una debacle en la banca europea y la ruptura de la Zona Euro; y 3) desaceleración brusca de la economía china para frenar una inflación desbocada. ¿Qué significaría esto? Una segunda caída en la recesión, esta vez global, pues afectaría simultáneamente a dos y, eventualmente, por contagio, a los tres motores del crecimiento de la economía mundial, lo que nos hundiría en la Gran Depresión de 2011-2012. El principio del siglo XXI empezaría a parecerse ominosamente al primer tercio del siglo XX. ¿Es probable que esto ocurra? No, todavía. Pero las tres circunstancias ya se han asomado al terreno de lo posible.

El peligro inmediato son EEUU y Europa, ambos al borde del precipicio, flirteando con una debacle financiera potencialmente más grave que el colapso de Lehman Brothers en 2008. Estamos hablando de que EEUU suspenda pagos, de la quiebra de la confianza en sus bonos del Tesoro, ancla de seguridad y último refugio del sistema financiero internacional. Y, en Europa, de la ruptura de la Zona Euro, la desintegración del mayor bloque económico del mundo (un riesgo que aún no hemos conjurado). EEUU y Europa están en esta tesitura no por una avería técnica -la dinámica inexorable de la crisis económica- sino por la impericia y la obcecación de los pilotos -por obra y gracia de la política-. Sus sistemas institucionales y sus políticos no sólo son incapaces de arreglar las averías heredadas de la crisis -deuda pública y privada masiva, mercados inmobiliarios a la baja y sistemas financieros expuestos- sino que se empecinan en una vía que sólo puede empeorar sus efectos. La insistencia ideológica en políticas de austeridad pro-cíclicas -retirada de estímulos fiscales y endurecimiento de política monetaria- aplicadas universalmente, sin compensación posible por la debilidad persistente de la demanda privada, equivale a la automutilación económica de Occidente. En EEUU, el radicalismo fiscal del Tea Party ha secuestrado al Partido Republicano, negándose a la subida de impuestos, y a cualquier solución a la insostenible deuda americana que no sea un brutal recorte de su exiguo Estado del bienestar. En Europa el inmovilismo fiscal de Alemania se resiste a los rescates de los países periféricos -a los que exige un rigor fiscal autodestructivo-; se niega a estimular su demanda interna para impulsar el crecimiento conjunto -sin el cual será imposible pagar las deudas-; y bloquea la única solución que cerraría la crisis: un federalismo fiscal europeo que haga valer el peso de la mayor economía del mundo frente a los mercados financieros que ahora la devoran miembro a miembro.

A ambos lados del Atlántico, un mismo fundamentalismo suicida bloquea las salidas: la ideología de la austeridad. La única solución a la enorme deuda acumulada en Occidente sería la automutilación económica: recortar el gasto público aunque sea a costa de ahogar el crecimiento de la economía y las posibilidades futuras de toda una generación. Este sesgo disciplinario de la política económica -en Europa tanto la fiscal como la monetaria- nos precipita en una dinámica recesiva tan inexorable como la ley de la gravedad: de tanto dejar de comer nos quedamos en los huesos y, en consecuencia, el peso de la deuda se hará mayor y más insostenible, lo que a su vez exige que comamos menos, etcétera. Tras esta ideología de la austeridad -revestida de un doble manto de necesidad técnica económica y moralismo social e incluso nacional ("¡esos vagos e irresponsables del Sur!")- hay un sustrato político: la negación de la solidaridad. En EEUU, con los pobres, los hispanos y los negros, e incluso con los jubilados beneficiarios de la sanidad pública; y en Europa, con los países menos competitivos de la periferia. Pero sin solidaridad que haga más fuerte al conjunto no se puede crecer. Y sin crecimiento compartido no hay futuro común como sociedad. Esta es la disyuntiva que atenaza a ambos lados de Occidente: austeridad automutiladora y divisiva o crecimiento con solidaridad.

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